Silencio en mi interior: Cómo sobreviví al cáncer y a la traición de mi familia
—No podemos ayudarte, Lucía. Cada quien tiene su propia vida.
La voz de mi hermana Mariana retumbó en mis oídos como un trueno en la madrugada. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del pequeño departamento que alquilaba en el barrio de Almagro, pero nada podía compararse con el aguacero que sentía dentro de mí. Me quedé mirando el teléfono, esperando que dijera algo más, que se arrepintiera, que me dijera que todo era una broma cruel. Pero solo escuché el silencio y después el tono cortante de la llamada finalizada.
Tenía cáncer. Lo supe esa misma mañana, cuando el doctor Ramírez me miró con esa mezcla de compasión y cansancio que tienen los médicos en los hospitales públicos de Buenos Aires. “Lucía, es maligno. Hay que empezar el tratamiento cuanto antes.”
No lloré en el consultorio. No lloré en el colectivo camino a casa. Pero ahora, sola y con la voz de Mariana todavía fresca en mi cabeza, sentí cómo se me partía el alma. ¿Cómo era posible que mi propia sangre me diera la espalda justo cuando más la necesitaba?
Mi familia nunca fue perfecta, pero siempre pensé que en los momentos difíciles nos apoyaríamos. Mi mamá, Rosa, siempre fue dura, una mujer de campo que llegó a la ciudad con las manos vacías y el corazón lleno de sueños. Mi papá, Ernesto, murió cuando yo tenía quince años y desde entonces Mariana y yo nos volvimos inseparables… o eso creía yo.
—¿Por qué no le pedís ayuda a mamá? —me preguntó Mariana antes de cortar.
—Sabés bien que mamá apenas puede con lo suyo —le respondí, con la voz quebrada.
—Entonces no sé qué más querés que haga.
Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había hecho por ellas: cuidar a mamá cuando tuvo neumonía, acompañar a Mariana cuando perdió su primer trabajo, ser tía presente para mis sobrinos aunque apenas llegaba a fin de mes como profesora suplente. ¿Y ahora? Ahora era invisible.
Los días siguientes fueron una pesadilla. El hospital estaba saturado y las listas de espera para quimioterapia eran eternas. No tenía seguro privado ni ahorros suficientes para pagar un tratamiento en una clínica. Mis amigos del trabajo hicieron una colecta, pero no alcanzaba ni para los medicamentos básicos. Me sentí humillada pidiendo ayuda en grupos de Facebook y en la parroquia del barrio.
Una tarde, mientras esperaba mi turno para un estudio, vi a una señora mayor llorando sola en un banco del hospital. Me acerqué y le pregunté si necesitaba algo. Me miró con los ojos llenos de lágrimas y me dijo: “Mi hijo no viene a verme desde hace meses. Estoy sola.”
Nos abrazamos sin decir nada más. En ese momento entendí que no era la única traicionada por su familia, que había muchas como nosotras, invisibles para quienes deberían amarnos incondicionalmente.
El tratamiento fue brutal. Perdí el cabello, las fuerzas y hasta las ganas de seguir adelante. Hubo días en los que pensé en rendirme, dejarme llevar por el cansancio y el dolor. Pero entonces recordaba a esa señora del hospital, a los amigos que sí estaban ahí aunque no tuvieran mucho para darme, a los desconocidos que me mandaban mensajes de aliento por redes sociales.
Un día recibí un mensaje inesperado de mi sobrino Tomás:
—Tía Lucía, ¿puedo ir a verte?
Cuando llegó, me abrazó fuerte y me dijo al oído:
—No entiendo por qué mamá no te ayuda, pero yo sí quiero estar con vos.
Lloramos juntos. Sentí que ese abrazo era todo lo que necesitaba para seguir luchando.
Con el tiempo, aprendí a pedir ayuda sin vergüenza. La señora del hospital se convirtió en mi compañera de quimio; juntas nos reíamos de nuestras pelucas baratas y compartíamos mates amargos mientras esperábamos los resultados. Los vecinos del edificio empezaron a dejarme viandas en la puerta y hasta organizaron una rifa para ayudarme con los gastos.
La relación con mi familia nunca volvió a ser la misma. Mariana me llamó una vez más, meses después, cuando ya estaba terminando el tratamiento:
—¿Cómo estás?
—Sobreviviendo —le respondí.
—Bueno… me alegro —dijo, incómoda.
No le guardo rencor, pero tampoco olvido. Aprendí que la familia no siempre es la sangre; a veces es la gente que te acompaña en el dolor sin pedir nada a cambio.
Hoy estoy en remisión. El cáncer me dejó cicatrices físicas y emocionales, pero también me enseñó a valorar a quienes realmente están presentes. Sigo viviendo en el mismo departamento chico, pero ya no me siento sola: tengo una red de afectos construida desde la solidaridad y el cariño verdadero.
A veces me pregunto: ¿cuántas Lucías hay allá afuera esperando un abrazo o una palabra de aliento? ¿Por qué es tan difícil para algunas familias sostenerse en los peores momentos? ¿Qué harías vos si tu hermana te pidiera ayuda?