Sin Techo y Sin Pan: El Día que Perdí mi Hogar por Ayudar a Otra
—¡¿Por qué la trajiste aquí, Lucía?! —gritó Ernesto, su voz retumbando en las paredes de nuestra pequeña casa en el barrio San Martín. Yo apenas podía sostenerme de pie; mi vientre, enorme y tenso, parecía a punto de estallar. Afuera llovía con furia, y la mujer que acababa de recoger temblaba bajo el marco de la puerta, aferrada a una cartulina mojada que decía: “SIN TECHO Y SIN PAN”.
—No podía dejarla en la calle, Ernesto. ¿No ves cómo está? —le respondí, tratando de mantener la calma mientras sentía el peso de su mirada y el miedo creciendo en mi pecho.
La mujer se llamaba Marta. Tenía los ojos hundidos y las manos llenas de cicatrices. Me recordó a mi madre, que también supo lo que era dormir bajo un techo ajeno cuando papá nos abandonó. Marta no pidió nada, sólo un rincón seco y un poco de pan. Yo le ofrecí una manta y un plato de arroz con huevo, lo único que quedaba en la despensa.
Ernesto no era siempre así. Cuando nos conocimos en la universidad, era dulce y soñador. Pero los años y las deudas lo volvieron duro, desconfiado. Desde que perdió el trabajo en la fábrica de autopartes, todo era una pelea: por el dinero, por el futuro del bebé, por mi familia que nunca le cayó bien. Ahora, con Marta en casa, sentí que la cuerda se tensaba hasta el límite.
—¿Y si es una ladrona? ¿Y si trae problemas? —insistió Ernesto, acercándose a mí con los puños apretados.
—No todos son malos, Ernesto. ¿Acaso olvidaste cuando tu mamá se quedó sin casa y la recibimos aquí? —le recordé, pero él sólo bufó y se fue a encerrar al cuarto.
Marta comió en silencio. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando le ofrecí una toalla limpia para secarse. —Gracias, señora Lucía. No sé cómo pagarle esto —susurró.
—No tienes que pagarme nada. Todos necesitamos ayuda alguna vez —le respondí, sintiendo una punzada de orgullo y miedo al mismo tiempo.
Esa noche dormí mal. El bebé pateaba sin parar y los gritos de Ernesto resonaban en mi cabeza. A las tres de la mañana me despertó un portazo. Ernesto estaba parado junto a la cama con una maleta en la mano.
—Te vas tú o se va ella —dijo, sin mirarme a los ojos.
—¿Me estás echando? ¿A mí? ¿Con el bebé por nacer? —pregunté, incrédula.
—No puedo más con tus locuras. Siempre piensas en todos menos en nosotros. Si te importa tanto esa mujer, vete con ella —sentenció.
Sentí que el mundo se me venía abajo. Tomé lo poco que pude: una muda de ropa para mí y otra para el bebé, unos pañales, el celular sin saldo y la foto de mi mamá. Marta me ayudó a cargar las cosas mientras Ernesto nos miraba desde la ventana, fumando con rabia.
Salimos bajo la lluvia. Caminamos hasta el parque central porque no tenía a dónde ir. Mi hermana vive lejos y no tengo dinero ni para un pasaje de colectivo. Marta me abrazó fuerte cuando vio que lloraba.
—Perdóneme, señora Lucía. Por mi culpa está usted aquí —me dijo entre sollozos.
—No es tu culpa, Marta. Es culpa de este mundo que nos hace elegir entre ayudar o sobrevivir —le respondí, sintiendo una mezcla de rabia y resignación.
Pasamos la noche en una banca del parque. El frío calaba los huesos y el miedo me mantenía despierta. Pensaba en mi hijo por nacer: ¿qué clase de vida le esperaba? ¿Sería capaz de perdonarme algún día por no haberle dado un hogar seguro?
Al amanecer, Marta salió a buscar algo de comer entre los puestos del mercado que empezaban a abrir. Volvió con dos panes duros y una sonrisa triste.
—La señora Rosa me dio esto cuando le conté lo que pasó —me dijo.
Comimos despacio, compartiendo historias para espantar el dolor. Marta me contó que perdió a su hija en un incendio hace años y desde entonces nadie le tendió la mano hasta ahora. Yo le hablé de mis sueños rotos: ser maestra, tener una familia feliz, ver crecer a mi hijo sin miedo.
A media mañana vi pasar a Ernesto por el parque. Me ignoró por completo, como si yo fuera invisible. Sentí una punzada en el pecho más fuerte que cualquier dolor físico.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó Marta.
—No lo sé —le respondí sinceramente—. Pero no puedo rendirme. Por mi hijo… y por mí misma.
Esa tarde fui al hospital público porque sentí contracciones irregulares. La doctora me miró con lástima cuando supo que no tenía dónde quedarme.
—Aquí no podemos dejarla mucho tiempo después del parto —me advirtió—. ¿Tiene algún familiar?
Negué con la cabeza mientras las lágrimas corrían libres por mis mejillas.
Marta se quedó conmigo todo el tiempo. Cuando nació mi hijo, Tomás, lloré como nunca antes: de alegría y de miedo al mismo tiempo. Marta fue la primera en cargarlo; sus manos temblorosas acariciaron su carita con ternura infinita.
Al tercer día nos dieron el alta. Volvimos al parque porque no había otro lugar donde ir. La gente nos miraba con desconfianza; algunos nos dieron monedas, otros sólo palabras duras.
Una tarde se acercó una vecina del barrio, doña Carmen.
—Lucía, supe lo que pasó… No puedo ofrecerte mucho, pero tengo un cuartito atrás donde puedes quedarte unos días —me dijo con voz suave.
Sentí que volvía a respirar después de días bajo el agua. Acepté sin dudarlo y llevé a Marta conmigo; ella insistió en ayudar a limpiar y cocinar para agradecer la hospitalidad.
En ese cuartito aprendí lo que es empezar desde cero: buscar trabajo lavando ropa ajena, ahorrar cada moneda para pañales y leche, confiar en extraños porque no queda otra opción. Marta se volvió mi familia; juntas enfrentamos los chismes del barrio y las miradas juzgonas.
A veces pienso en Ernesto: si alguna vez se arrepintió, si extraña a Tomás o si sigue creyendo que hice mal en ayudar a otra mujer como yo. No tengo respuestas… sólo cicatrices nuevas y una fuerza que no sabía que tenía.
Hoy escribo esto desde ese mismo cuartito prestado, viendo dormir a mi hijo y escuchando a Marta tararear una canción vieja mientras lava los platos.
Me pregunto: ¿Vale la pena ser buena en un mundo tan duro? ¿O es precisamente esa bondad lo único que puede salvarnos?