Solo un Poco para Comer: La Historia de Mariana en las Calles de Lima
—¡Señora, por favor! Solo un poco para comer, no le pido más… —mi voz temblaba bajo la lluvia, mientras extendía la mano hacia la mujer elegante que salía del supermercado en Miraflores. Ella me miró de arriba abajo, con ese gesto que mezcla lástima y sospecha, y apretó su bolso contra el pecho antes de apurar el paso sin decir palabra.
Sentí el ardor de la vergüenza en las mejillas. No era la primera vez que me rechazaban, pero cada vez dolía igual. ¿En qué momento mi vida se redujo a esto? Hace apenas un año, yo era Mariana, madre de dos hijos, esposa de un hombre trabajador, vendedora ambulante en el mercado de Surquillo. Ahora, era solo una sombra bajo un toldo improvisado, pidiendo monedas para alimentar a mis hijos.
La crisis llegó como una tormenta inesperada. Primero fue el despido de Javier, mi esposo, cuando la fábrica cerró por la pandemia. Después, el alquiler subió y tuvimos que mudarnos a un cuarto en Barrios Altos. El dinero se fue acabando, y con él, la paciencia de Javier. Empezó a beber más y a llegar tarde. Una noche, después de una discusión por el último billete de veinte soles, se fue y no volvió.
—Mamá, ¿ya comemos? —preguntó Lucía, mi hija menor, jalando mi falda con sus manitas frías.
—Pronto, hijita. Solo un ratito más —le respondí, forzando una sonrisa que no sentía.
A mi lado, Diego, mi hijo mayor de doce años, me miraba con una mezcla de rabia y vergüenza. Él ya no pedía. Se quedaba callado, mirando el suelo o los autos que pasaban salpicando agua sucia.
Esa noche, mientras trataba de dormir sobre cartones húmedos, escuché a Diego susurrar:
—¿Por qué no volvemos a Huancayo con la abuela? Aquí nadie nos quiere.
No supe qué responderle. Mi madre era demasiado pobre para ayudarnos y yo me negaba a regresar derrotada. Lima era dura, pero aún creía que podía encontrar una salida.
Al día siguiente, decidí cambiar de estrategia. En vez de pedir en la calle, fui al mercado central a buscar trabajo. Recorrí los puestos ofreciendo mis manos para limpiar o cargar cajas. Todos me decían lo mismo:
—No hay trabajo, señora. Bastante tenemos con los nuestros.
Al mediodía, exhausta y sin nada en el estómago, vi a una mujer joven repartiendo volantes frente a una panadería. Me acerqué y le pregunté si sabía de algún trabajo.
—Mira, yo también estoy buscando algo mejor —me dijo—. Pero si quieres, te puedo invitar un pan.
Acepté con gratitud. Nos sentamos en la vereda y compartimos el pan duro mientras ella me contaba su historia: había venido de Ayacucho huyendo de la violencia familiar. Me sentí menos sola al escucharla.
Esa tarde regresé al parque Kennedy con mis hijos. Me senté en una banca y observé a los turistas tomándose fotos con los gatos del parque. Me pregunté si alguno notaría nuestra presencia o si éramos invisibles para ellos.
De pronto, un hombre se acercó y me ofreció una bolsa con comida. Lo miré sorprendida.
—No es mucho —dijo—, pero espero que les ayude.
Le di las gracias con lágrimas en los ojos. Diego se abalanzó sobre el arroz chaufa frío como si fuera un banquete. Lucía sonrió por primera vez en días.
Esa noche pensé en lo fácil que es juzgar desde afuera. Muchos creen que quienes pedimos en la calle somos flojos o aprovechados. No saben nada de nuestras historias ni del dolor que cargamos cada día.
Unos días después, mientras pedía cerca del cruce de Angamos con Arequipa, vi a Javier al otro lado de la avenida. Estaba sucio y desaliñado, hablando solo y pidiendo monedas también. Sentí una mezcla de rabia y compasión. Quise gritarle que regresara, que sus hijos lo necesitaban, pero me quedé muda.
Esa noche Diego me preguntó:
—¿Papá va a volver?
No supe qué decirle. Solo lo abracé fuerte.
El tiempo pasó y aprendí a sobrevivir entre la indiferencia y la solidaridad ocasional. Un día conocí a doña Rosa, una señora mayor que vendía emoliente en la esquina del hospital Almenara. Me ofreció ayudarla a cambio de unas monedas y algo de comida para mis hijos.
—Tú eres luchadora —me dijo—. No te rindas nunca.
Trabajar con ella me devolvió algo de dignidad. Ya no tenía que pedir limosna; podía ganarme el pan aunque fuera poco. Mis hijos empezaron a sonreír más seguido y yo recuperé la esperanza.
Pero nunca olvidaré las miradas duras ni los comentarios hirientes:
—Seguro pide para comprarse trago —escuché decir a una señora mientras pasaba junto a mí.
Quise responderle que no todos somos iguales, que detrás de cada mano extendida hay una historia distinta. Pero aprendí que es inútil tratar de convencer a quienes ya han decidido juzgarte.
Hoy sigo luchando cada día por mis hijos. A veces me pregunto si algún día podré salir de este círculo o si siempre seré vista como una carga para la sociedad.
¿Hasta cuándo vamos a juzgar sin conocer? ¿Cuántas Marianas más hay en nuestras calles esperando una oportunidad o simplemente un poco de compasión?