Sombras en la luz: La historia de Mariana
—¿Otra vez te olvidaste de apagar la luz del baño, Mariana? —La voz de Julián retumba en el pasillo como un trueno inesperado. Me detengo en seco, con el corazón latiendo fuerte, las llaves temblando en mi mano. No es la primera vez que me lo dice, ni será la última. Pero hoy, por alguna razón, siento que algo dentro de mí se resquebraja.
Recuerdo cuando conocí a Julián en la universidad de San Luis Potosí. Era encantador, siempre con una sonrisa y palabras dulces. Mis amigas decían que era un sueño hecho realidad. Yo también lo creía. Pero los sueños, a veces, se transforman en pesadillas tan lentamente que no te das cuenta hasta que ya no puedes despertar.
Al principio eran pequeñas cosas: «¿Por qué te vistes así?», «No deberías hablar tanto con tu prima Lucía, no me cae bien». Pensé que era amor, preocupación. Pero con los años, su voz se volvió más dura, sus ojos más fríos. El control se disfrazaba de cariño y yo, Mariana López, me fui apagando poco a poco.
Mi madre siempre decía: «Una mujer debe ser fuerte, pero también saber cuándo callar». Yo aprendí a callar demasiado bien. Las paredes de nuestra casa guardan secretos que ni el viento se atreve a llevarse. Julián nunca me ha levantado la mano, pero sus palabras duelen más que cualquier golpe.
—¿Por qué no puedes hacer las cosas bien? —me pregunta mientras desayuno en silencio.
—Lo siento —respondo bajito, mirando mi café frío.
—Siempre lo mismo contigo —suspira y sale dando un portazo.
Me quedo sola con mi reflejo en la ventana. Afuera, la ciudad despierta: vendedores ambulantes gritan sus ofertas, niños corren hacia la escuela, una vecina barre la acera. Todos parecen tener una vida normal. ¿Y yo? Yo sobrevivo entre sombras y silencios.
Mi hija Camila tiene ocho años y unos ojos grandes como los de mi abuela. Ella es mi luz, mi razón para seguir adelante. Pero últimamente la noto triste, retraída. El otro día la escuché decirle a su muñeca: «No llores, papi se va a enojar». Sentí un nudo en la garganta tan fuerte que casi no pude respirar.
En la tarde, mientras Julián trabaja en su computadora y Camila hace la tarea, me atrevo a llamar a Lucía.
—Prima, ¿estás bien? —me pregunta apenas escucha mi voz temblorosa.
—No sé… —le digo—. Siento que me estoy perdiendo.
Lucía guarda silencio y luego dice: —Mariana, no tienes que aguantar todo esto sola. Hay ayuda. Hay gente que te puede escuchar sin juzgarte.
Cuelgo con el corazón acelerado. ¿Pedir ayuda? ¿Y si Julián se entera? En mi pueblo dicen que «la ropa sucia se lava en casa», pero ¿y si la casa es la suciedad?
Esa noche, Julián llega tarde y huele a alcohol. Camila ya duerme. Me mira con desprecio y murmura:
—Eres una inútil… ni para cuidar la casa sirves.
Siento las lágrimas quemando mis mejillas pero no digo nada. Me encierro en el baño y me miro al espejo: los ojos hinchados, el cabello desordenado… ¿Dónde quedó la Mariana que soñaba con ser maestra y viajar por el mundo?
Al día siguiente, mientras lavo los platos, escucho en la radio una campaña sobre violencia psicológica. «No estás sola», repite una voz femenina. Siento un escalofrío recorrerme el cuerpo. ¿Será posible que yo…? No quiero ponerle nombre a lo que vivo, pero las palabras resuenan en mi cabeza todo el día.
Esa tarde decido ir al mercado sola. Julián odia que salga sin avisarle, pero necesito respirar otro aire. En el puesto de frutas encuentro a Doña Rosa, una señora mayor que siempre tiene una palabra amable para todos.
—Te ves cansada, hija —me dice mientras pesa unos mangos.
—Es que… la vida pesa —respondo sin pensar.
Ella me mira con ternura y me toma la mano:
—No dejes que nadie apague tu luz, Mariana. Ni siquiera tú misma.
Sus palabras me acompañan todo el camino de regreso a casa. Esa noche escribo una carta para mí misma: «Merezco ser feliz. Merezco respeto. Merezco vivir sin miedo».
Los días pasan y empiezo a notar pequeñas cosas: Camila sonríe más cuando Julián no está; yo respiro mejor cuando escucho música mientras cocino; Lucía me manda mensajes de ánimo cada mañana. Poco a poco, empiezo a creer que tal vez sí puedo cambiar mi historia.
Una tarde, después de una discusión especialmente dura con Julián por algo trivial —el arroz estaba muy salado— decido llamar al número de ayuda que escuché en la radio. Una psicóloga llamada Verónica me responde con voz cálida:
—Mariana, lo que vives es violencia psicológica. No tienes por qué soportarlo sola. Hay opciones.
Lloro como no había llorado en años. Siento miedo, sí, pero también una chispa de esperanza.
Con el tiempo empiezo a ir a terapia y a planear cómo salir adelante con Camila. No es fácil; Julián sospecha algo y se vuelve más irritable. Pero ya no me siento sola: tengo a Lucía, a Verónica y sobre todo tengo mi propia voz recuperándose poco a poco.
Un día decido enfrentar a Julián:
—No voy a permitir que sigas tratándome así —le digo temblando pero firme—. Si no cambias, Camila y yo nos vamos.
Él se ríe al principio, pero luego ve en mis ojos algo nuevo: determinación.
Hoy escribo esto desde el pequeño departamento donde vivo ahora con Camila. No ha sido fácil; hay días en los que dudo y tengo miedo del futuro. Pero cada vez que veo a mi hija reír sin miedo, sé que tomé la decisión correcta.
Me pregunto cuántas mujeres viven en silencio como yo viví tantos años. ¿Cuántas más necesitan escuchar que no están solas? ¿Cuándo aprenderemos a no confundir amor con control?