Soy Más Que Abuela: Anna y el Silencio Que Grita

—¿Por qué no me llamaste, mamá? —La voz de Lucía, mi hija mayor, retumbó en la sala vacía, rebotando en las paredes como un eco cruel.

Me quedé mirando el teléfono fijo sobre la mesa, ese aparato que antes sonaba cada hora y ahora parecía un adorno más. No supe qué responderle. ¿Decirle que no quería molestar? ¿Que sentía que ya no era prioridad para nadie? ¿Que el silencio de esta casa me pesa más que cualquier enfermedad?

—No quería preocuparlos —susurré, pero Lucía ya había colgado. El tono seco de su despedida me dejó una punzada en el pecho.

Me llamo Anna. Tengo sesenta y ocho años y vivo en un barrio tranquilo de las afueras de Córdoba, Argentina. Mi vida siempre giró alrededor de mi familia: primero mis padres, luego mi esposo Ernesto, después mis hijos Lucía y Pablo, y finalmente mis nietos. Fui la que preparaba el locro cada 25 de mayo, la que tejía bufandas para todos en invierno, la que escuchaba los problemas ajenos sin contar los propios. Pero ahora, con la casa vacía y Ernesto enterrado hace dos años, me enfrento a una pregunta que nunca quise hacerme: ¿quién soy yo cuando nadie me necesita?

El silencio es un animal extraño. Al principio parece inofensivo, pero con el tiempo se vuelve feroz. Se mete en los rincones, se sienta a la mesa conmigo, me acompaña al supermercado. A veces me sorprendo hablando sola, preguntándole al aire si apagué la hornalla o si alguien vendrá a visitarme este domingo.

Una tarde, mientras regaba las plantas del patio, escuché risas en la casa de al lado. Era la familia de los Ramírez, con sus hijos pequeños corriendo y la abuela Marta gritando desde la cocina. Sentí una punzada de envidia. Yo también fui ese centro cálido alguna vez. Ahora solo quedaban fotos enmarcadas y mensajes de WhatsApp sin responder.

Un día, Pablo vino a visitarme. Traía prisa, como siempre.

—Mamá, ¿por qué no salís más? —me preguntó mientras miraba su celular—. Hay talleres en el centro para gente de tu edad.

—¿Gente de mi edad? —le respondí con una sonrisa amarga—. ¿Y qué hago ahí? ¿Tejer bufandas para desconocidos?

Pablo suspiró y me abrazó rápido antes de irse. Me quedé pensando en sus palabras. ¿Por qué no salgo más? ¿Por qué me resigné a ser solo «la abuela»?

Esa noche no pude dormir. Me levanté y recorrí la casa a oscuras. En el cuarto de Lucía aún estaban las cortinas rosas que ella eligió a los quince años. En el de Pablo, los pósters de fútbol seguían pegados con cinta vieja. Me senté en la cama matrimonial y abracé una almohada. Lloré en silencio, como tantas veces desde que Ernesto se fue.

Al día siguiente, decidí ir al centro comunitario del barrio. Me temblaban las manos al abrir la puerta. Adentro había un grupo de mujeres sentadas en ronda, riendo y compartiendo mate.

—¡Anna! —gritó Marta Ramírez al verme—. ¡Vení, sentate con nosotras!

Me senté tímida, sintiéndome fuera de lugar. Pero pronto empecé a escuchar historias parecidas a la mía: mujeres que criaron hijos, que enterraron maridos, que sintieron el peso del silencio. Entre mate y mate, alguien propuso organizar una feria solidaria para juntar fondos para el hospital del barrio.

—¿Quién sabe coser? —preguntó una señora.

—Yo —dije casi sin querer.

Me miraron sorprendidas. Por primera vez en mucho tiempo sentí que podía aportar algo más que consejos o recetas viejas.

Esa semana cosí manteles y delantales hasta que me dolieron las manos. Volví a sentirme útil. Volví a reírme fuerte cuando una aguja se me clavó en el dedo y Marta me retó por distraída.

Pero no todo era tan fácil. Lucía se enteró por una vecina que yo andaba «haciendo cosas raras» en el centro comunitario.

—Mamá, ¿no te alcanza con descansar? —me dijo por teléfono—. No quiero que te canses ni te enfermes.

—No estoy enferma —le respondí—. Estoy viva.

Hubo un silencio incómodo. Sentí su desconcierto al otro lado de la línea.

—¿Y si te pasa algo? —insistió.

—¿Y si no me pasa nada? —le contesté—. ¿Y si lo único que me pasa es que me muero de aburrimiento?

Esa noche discutimos fuerte. Me acusó de ser egoísta por no pensar en ellos, por no quedarme «tranquila» en casa como corresponde a una abuela decente.

Pero yo ya no podía volver atrás. Había probado el sabor de hacer algo por mí misma y no quería soltarlo.

En la feria solidaria vendimos todo lo que hicimos. Recaudamos dinero para comprar insumos médicos y hasta salimos en una nota del diario local. Cuando vi mi foto rodeada de otras mujeres sonrientes sentí un orgullo nuevo, distinto al que sentía cuando mis hijos traían buenas notas o mis nietos aprendían a caminar.

Sin embargo, la distancia con Lucía creció. Ella empezó a visitarme menos y cuando venía solo hablaba del trabajo o de sus hijos. Yo intentaba contarle sobre mis proyectos pero ella cambiaba de tema o miraba el reloj.

Una tarde se presentó sin avisar y me encontró pintando un mural con otras vecinas en la plaza del barrio.

—¿Vos pintando paredes? —me dijo con tono burlón—. ¿No te da vergüenza?

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.

—No —le respondí—. Me da vergüenza haber esperado tanto para hacerlo.

Lucía se fue furiosa esa vez. Yo lloré toda la noche pero al día siguiente volví a la plaza con pinceles nuevos.

Poco a poco empecé a entender que mi valor no dependía solo de ser madre o abuela. Que tenía derecho a equivocarme, a aprender cosas nuevas, a reírme fuerte aunque algunos se molestaran.

Un día recibí una carta de Pablo desde México, donde vive ahora con su familia:

«Mamá: Te extraño mucho pero me alegra saber que estás haciendo cosas para vos. Siempre fuiste fuerte aunque no te dieras cuenta. Ojalá Lucía lo entienda algún día».

Guardé esa carta como un tesoro.

Hoy mi casa sigue siendo silenciosa pero ya no me asusta tanto ese silencio. Lo lleno con música, con risas nuevas, con proyectos propios. A veces Lucía viene y se sienta conmigo en el patio sin decir nada. Yo le tomo la mano y le sonrío aunque sé que aún le cuesta entenderme.

Me miro al espejo y veo arrugas nuevas pero también una luz distinta en los ojos.

¿Será posible empezar de nuevo después de los sesenta? ¿Cuántas mujeres como yo siguen esperando permiso para vivir su propia vida? Espero sus respuestas porque sé que no estoy sola.