Sueños sobre Ruedas: Un Viaje Doloroso hacia la Libertad

—¡No me importa si tenemos que vender hasta la licuadora, Ernesto! ¡Este viaje lo vamos a hacer!—grité, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, mientras mi suegra, Doña Rosa, nos miraba desde la puerta de la cocina con ese gesto de desaprobación que siempre me hacía sentir como una niña traviesa.

Ernesto, mi esposo, apretó los labios y bajó la mirada. La vieja combi Volkswagen que habíamos comprado con tanto esfuerzo estaba estacionada afuera, oxidándose bajo el sol de Veracruz. Habíamos pasado años ahorrando cada peso: vendiendo tamales los domingos, alquilando el cuarto del fondo a estudiantes, renunciando a vacaciones, a cenas fuera, a cualquier lujo. Todo por ese sueño: recorrer Latinoamérica sobre ruedas, sentirnos libres por primera vez desde que nos casamos.

Pero ahora, cuando por fin teníamos la combi y el mapa lleno de rutas y sueños pegado en la pared, todo parecía desmoronarse. Mi hermano Julián había perdido su trabajo en la fábrica y llegó a vivir con nosotros junto con su esposa y sus dos hijos. La casa se llenó de gritos, platos sucios y cuentas impagas. Doña Rosa insistía en que era una locura irnos ahora, que la familia nos necesitaba.

—¿Y si esperamos un año más?—susurró Ernesto esa noche, mientras yo lloraba en silencio mirando el techo agrietado.—Tal vez cuando Julián se recupere…

—¿Y si nunca se recupera? ¿Y si siempre hay algo más?—respondí, sintiendo cómo el resentimiento me quemaba por dentro.

La combi se convirtió en símbolo de todo lo que no podíamos tener. Cada vez que pasaba junto a ella sentía una mezcla de orgullo y rabia. Había noches en que me sentaba en el asiento del conductor y soñaba despierta: veía los volcanes de Guatemala, las playas de Costa Rica, las montañas de Colombia. Pero al volver a la realidad, escuchaba los llantos de mis sobrinos o los reproches de Doña Rosa.

Un día, mientras lavaba ropa en el patio, escuché a Julián hablando por teléfono:

—No te preocupes, primo. Aquí me quedo hasta que estos dos se vayan o vendan esa chatarra. Total, ni van a tener valor para largarse.

Sentí una puñalada en el pecho. ¿Eso pensaba mi propio hermano? ¿Que éramos cobardes? ¿Que nuestro sueño era una tontería?

Esa noche enfrenté a Ernesto:

—¿Por qué siempre tenemos que ser los que ceden? ¿Por qué nuestra felicidad vale menos que la de los demás?

Él me miró con ojos cansados.—Porque así es la familia aquí, Mariana. Nos enseñaron que primero están los otros…

—¿Y nosotros cuándo?—le grité.—¿Cuándo vamos a vivir para nosotros?

Pasaron semanas. La tensión crecía. Un día encontré a Doña Rosa revisando nuestros papeles del seguro del auto.

—¿Qué hace usted con eso?—le pregunté.

Ella me miró desafiante.—Solo quiero asegurarme de que no vayan a hacer una locura y dejar a todos tirados.

Sentí que me ahogaba. Esa noche tomé una decisión. Desperté a Ernesto antes del amanecer.

—Nos vamos hoy. Ahora o nunca.

Él dudó.—¿Y Julián? ¿Y tu mamá?

—No podemos seguir viviendo para ellos. Si no salimos ahora, nunca lo haremos.

Empacamos lo poco que cabía en la combi: ropa, una olla grande para frijoles, fotos viejas y el mapa lleno de rutas soñadas. Cuando salimos al patio, Julián estaba fumando un cigarro.

—¿De verdad se van? ¿Van a dejarme aquí con mi suegra?—dijo con sarcasmo.

Lo miré directo a los ojos.—Sí. Porque este también es mi hogar y mi vida. Y ya es hora de vivirla.

Doña Rosa salió corriendo detrás de nosotros.—¡Mariana! ¡No seas egoísta! ¡La familia es primero!

Me temblaban las manos al encender la combi. Ernesto me tomó la mano.—¿Lista?

Asentí, aunque por dentro sentía miedo y culpa mezclados con una extraña euforia.

El motor rugió como un animal herido y salimos del barrio mientras el sol apenas despuntaba sobre los techos bajos. No miré atrás.

El viaje fue duro desde el principio. La combi se descompuso tres veces antes de llegar siquiera a Oaxaca. Dormimos en gasolineras, comimos pan duro y plátanos maduros. Pero cada kilómetro era una victoria sobre el miedo y la culpa.

En Chiapas conocimos a Lucía y Pedro, una pareja argentina que viajaba en bicicleta desde Ushuaia hasta México DF. Compartimos historias junto al fuego:

—¿No extrañan a su familia?—preguntó Lucía.

Ernesto suspiró.—A veces sí… pero más extraño sentirme vivo.

Yo agregué,—A veces hay que romper con todo para poder empezar de nuevo.

En Guatemala nos robaron la mochila con los ahorros. Lloré toda la noche en un hostal barato de Antigua. Ernesto me abrazó fuerte:

—Si quieres regresamos…

Negué con la cabeza.—Ya no hay regreso posible. Solo queda avanzar.

Trabajamos limpiando mesas en un restaurante para juntar dinero y seguir. Aprendí a hacer tortillas con las señoras del mercado; Ernesto arreglaba bicicletas para turistas. Cada día era una lucha, pero también una pequeña victoria.

En Costa Rica recibimos un mensaje: Julián había encontrado trabajo en Monterrey y se mudaría pronto; Doña Rosa estaba bien, aunque seguía diciendo que éramos unos ingratos.

Me sentí libre por primera vez en años. Miré a Ernesto mientras contemplábamos el mar desde la playa de Tamarindo:

—¿Valió la pena todo este dolor?

Él sonrió.—No sé si valió la pena… pero al menos ahora sé quién soy.

A veces pienso en mi familia, en todo lo que dejamos atrás: las peleas, las culpas, los domingos de tamales y risas forzadas. Pero también pienso en lo que ganamos: la posibilidad de escribir nuestra propia historia.

¿Hasta cuándo debemos sacrificar nuestros sueños por los demás? ¿Cuándo es justo elegirnos a nosotros mismos? Los leo…