Te entregué en sus manos: un secreto entre sombras y café

—Te entregué en sus manos, Verónica. Y ella no dudó ni un segundo en tomarte—. Mi voz tembló mientras apagaba la luz del pasillo y la guiaba hacia la cocina. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales con furia, como si quisiera entrar y ser testigo de lo que estaba a punto de confesar.

Verónica dejó su impermeable sobre la silla y me miró con esos ojos oscuros que siempre parecían saber más de lo que decían. —¿Por qué me necesitabas tan urgente, Halina? ¿No podías decírmelo por teléfono?

Negué con la cabeza. —No es una conversación para tener por teléfono. Vení, sentate—. Serví dos mates, aunque sabía que el sabor amargo no iba a suavizar lo que tenía que decir.

El silencio se instaló entre nosotras, solo interrumpido por el silbido de la pava. Me senté frente a ella, sintiendo el peso de los años y de las decisiones mal tomadas. —Verónica, ¿te acordás de aquella noche hace cinco años? Cuando todo cambió…

Ella asintió, apretando los labios. —¿Cómo olvidarlo? Fue la noche en que perdí todo.

Tragué saliva. —No perdiste todo. Yo te lo quité. Yo te entregué a ella… a Lucía.

Verónica se quedó helada. Sus manos temblaron al tomar el mate. —¿De qué estás hablando, Halina? ¿Qué me entregaste?

—A tu hijo—susurré, sintiendo cómo se me partía el alma—. Cuando te internaron por la depresión, yo… yo no supe qué hacer. Lucía vino y me dijo que podía cuidarlo mejor que nadie. Y yo… yo te lo di. Pensé que era lo mejor para él, para vos…

El silencio se volvió insoportable. Verónica se levantó de golpe, tirando la silla al suelo. —¡Me lo quitaste! ¡Mi propio hijo! ¿Cómo pudiste?

Las lágrimas me nublaron la vista. —No entendés… Estabas tan mal, Verónica. Yo tenía miedo de que te hicieras daño, o peor, que le hicieras daño a él sin querer. Lucía parecía tan segura…

—¡Lucía siempre fue una manipuladora!—gritó ella, golpeando la mesa—. ¡Vos lo sabías! ¡Siempre lo supiste!

Me tapé la cara con las manos, ahogada en culpa. —Lo sé… Lo sé ahora. Pero en ese momento…

Verónica empezó a caminar de un lado al otro de la cocina, como una fiera enjaulada. —¿Y ahora qué? ¿Por qué me decís esto ahora? ¿Qué esperás que haga?

—Lucía se va del país—dije con voz baja—. Quiere llevarse a Tomás con ella. Si no hacés algo ahora, lo vas a perder para siempre.

Verónica se detuvo en seco. Su respiración era agitada, sus ojos llenos de furia y dolor. —¿Y vos? ¿Pensás ayudarme ahora? Después de todo lo que hiciste…

Me acerqué despacio, temiendo su rechazo pero sabiendo que no podía dejarla sola en esto. —Sí. Voy a ayudarte a recuperarlo. No puedo cambiar el pasado, pero puedo estar a tu lado ahora.

Ella me miró largo rato, como si buscara una pizca de sinceridad en mis palabras. Finalmente se dejó caer en la silla y apoyó la cabeza entre las manos.

—¿Sabés lo que es vivir todos estos años sintiendo que algo te falta?—susurró—. Yo lo sentía, Halina. Sentía que Tomás no era feliz con Lucía, pero nadie me creía… Ni siquiera vos.

Me senté a su lado y le tomé la mano. —Perdoname… No hay excusas para lo que hice.

La lluvia seguía golpeando los vidrios, marcando el ritmo de nuestro dolor compartido.

—¿Qué vamos a hacer?—preguntó Verónica finalmente.

—Primero, tenés que hablar con Tomás—le dije—. Decirle la verdad, aunque duela. Después, vamos juntas a buscar ayuda legal. No podemos dejar que Lucía se lo lleve así nomás.

Verónica asintió lentamente. —Tengo miedo… Miedo de perderlo para siempre.

—No estás sola—le aseguré—. Esta vez no te voy a fallar.

El reloj marcaba las diez de la noche cuando Verónica se fue, envuelta en su abrigo y en un mar de pensamientos oscuros. Me quedé sola en la cocina, mirando el mate frío y preguntándome cómo había llegado todo tan lejos.

Esa noche no dormí. Los recuerdos me asaltaban sin piedad: la noche en que Verónica fue internada, mi desesperación por proteger a Tomás, la sonrisa falsa de Lucía cuando vino a buscarlo… Y mi propia cobardía al dejarme convencer por sus palabras dulces y promesas vacías.

A la mañana siguiente, Verónica volvió con Tomás de la mano. El chico tenía once años ya, pero sus ojos tristes decían más que mil palabras.

—Tomás—dije suavemente—, hay algo importante que tu mamá quiere decirte.

Verónica se arrodilló frente a él y le tomó las manos.

—Hijo… Sé que todo esto es confuso para vos. Pero quiero que sepas que siempre te amé y que nunca quise alejarme de vos. Hubo cosas que pasaron cuando eras más chico… cosas difíciles… pero ahora quiero luchar por vos.

Tomás miró a su madre y luego a mí. —¿Por qué me tengo que ir con Lucía? Yo quiero quedarme acá…

Verónica lo abrazó fuerte y lloró en silencio.

Los días siguientes fueron una batalla constante: abogados, audiencias rápidas y el miedo constante de perderlo todo otra vez. Lucía apareció en cada instancia con su sonrisa fría y sus argumentos perfectos: «Yo le di estabilidad cuando nadie más pudo».

Pero esta vez Verónica no estaba sola. Yo estaba ahí, testificando mi error ante el juez, admitiendo mi culpa y rogando por una segunda oportunidad para mi amiga y su hijo.

El fallo llegó una tarde gris: Tomás podía quedarse con su madre mientras se resolvía la situación legal definitiva.

Esa noche celebramos con pizza barata y gaseosa en mi departamento pequeño pero lleno de esperanza renovada.

Verónica me miró mientras Tomás dormía en el sillón.

—¿Creés que algún día voy a poder perdonarte del todo?—me preguntó con voz baja.

La miré a los ojos y respondí con sinceridad:

—No sé si lo merezco… Pero voy a pasar el resto de mi vida intentando reparar mi error.

Ahora les pregunto: ¿Hasta dónde llegarían ustedes para proteger a alguien? ¿Es posible redimirse después de una traición así?