Traición bajo la sombra de la enfermedad: Mi lucha por renacer
—¿Por qué a mí, Dios mío? —susurré, apretando con fuerza la sábana del hospital mientras las lágrimas me ardían en los ojos. El olor a desinfectante y el frío metálico de la camilla me recordaban que no estaba soñando. La doctora Morales acababa de pronunciar la palabra que nadie quiere escuchar: cáncer.
Mi hermana, Lucía, me tomó la mano con fuerza. —No estás sola, Mariana. Vamos a salir de esta, te lo prometo—. Pero yo sentía que el mundo se me venía encima, como si el techo blanco del hospital fuera a aplastarme en cualquier momento.
Volvimos a casa esa tarde. El trayecto en taxi fue un silencio largo y pesado. Al llegar, mi esposo, Andrés, estaba sentado en el comedor, revisando su celular. Ni siquiera levantó la vista cuando entré. —¿Cómo te fue?— preguntó sin emoción.
—Tengo cáncer, Andrés— dije, con la voz quebrada.
Él se quedó helado unos segundos, luego se levantó y me abrazó, pero sentí su cuerpo tenso, distante. No era el abrazo cálido que necesitaba. Esa noche, mientras fingía dormir a su lado, lo escuché teclear mensajes en su teléfono. No quise pensar mal; necesitaba creer que él estaría conmigo en esta batalla.
Las semanas siguientes fueron un torbellino de exámenes, quimioterapia y visitas al hospital. Mi cabello comenzó a caerse en mechones; cada vez que me miraba al espejo veía una extraña. Lucía venía todos los días a cuidarme y a preparar caldos de pollo como los que hacía mamá en Veracruz cuando éramos niñas.
Pero Andrés… Andrés cada vez estaba menos presente. Llegaba tarde, inventaba reuniones, evitaba mirarme a los ojos. Una tarde, mientras él se duchaba, su celular vibró sobre la mesa. No quería ser esa mujer desconfiada, pero algo dentro de mí gritaba que debía mirar. Lo hice.
Mensajes de una tal «Paola» llenaban la pantalla: “Te extraño”, “¿Cuándo nos vemos?”, “No puedo dejar de pensar en ti”. Sentí una puñalada en el pecho más fuerte que cualquier aguja de quimioterapia. El mundo se detuvo. ¿Cómo podía ser tan cruel la vida? ¿No era suficiente con el cáncer?
Esa noche lo enfrenté. —¿Quién es Paola?— pregunté con voz temblorosa.
Él bajó la mirada. —No quería que te enteraras así…—
—¿Así cómo? ¿Mientras lucho por mi vida tú te buscas otra?— grité, sintiendo cómo la rabia me daba fuerzas que creía perdidas.
Andrés intentó justificarse: —Me sentí solo… tú estabas tan distante…
—¡Estoy enferma!— le grité con toda mi alma. —¡Estoy luchando por no morirme!—
Esa noche durmió en el sillón. Y yo lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Los días siguientes fueron una pesadilla. La familia de Andrés me llamaba para decirme que debía entenderlo, que los hombres son así, que no podía descuidar mi matrimonio aunque estuviera enferma. Mi suegra incluso llegó a decirme: —Una mujer debe saber mantener a su hombre contento, Mariana.—
Sentí rabia, impotencia y una soledad infinita. Lucía fue mi único sostén. Me acompañaba a las quimios, me ayudaba a bañarme cuando ya no tenía fuerzas y me repetía: —Tú vales mucho más de lo que crees.—
Un día, después de una sesión especialmente dura, me miré al espejo del baño del hospital. Estaba pálida, sin cejas ni pestañas, con los ojos hundidos y tristes. Pero algo dentro de mí cambió ese día. Me di cuenta de que había tocado fondo y solo podía subir.
Empecé a escribir un diario. Cada noche anotaba mis miedos, mis sueños rotos y también mis pequeñas victorias: un día sin vómitos, una sonrisa de Lucía, una llamada de mi hijo Emiliano desde Monterrey diciéndome “Te amo, mamá”.
Andrés seguía en casa pero era como un fantasma. Yo ya no le pedía nada; había dejado de esperar algo de él. Un día le dije: —Si quieres irte con Paola, hazlo. Yo ya tengo suficiente con mi propia batalla.— Él no respondió. Dos días después hizo sus maletas y se fue.
La familia murmuró, los vecinos cuchichearon detrás de las cortinas: “Pobre Mariana, ni enferma la respetaron”. Pero yo sentí una extraña paz. Por primera vez en meses dormí profundamente.
La quimioterapia terminó y los médicos dijeron que había esperanza. Mi cuerpo estaba débil pero mi espíritu más fuerte que nunca. Lucía y Emiliano celebraron conmigo con un pastel improvisado y música de Juan Gabriel sonando bajito en la sala.
Un día recibí un mensaje de Paola: “Perdóname por lo que pasó”. No respondí; ya no tenía nada que decirle a ella ni a Andrés.
Empecé a asistir a un grupo de apoyo para mujeres con cáncer en el centro comunitario del barrio. Escuché historias aún más duras que la mía: mujeres abandonadas por sus familias, madres solteras luchando por sus hijos mientras enfrentaban la enfermedad solas. Nos abrazábamos fuerte después de cada reunión; juntas éramos invencibles.
Con el tiempo volví a sentir ganas de vivir. Salía al parque con Lucía, aprendí a ponerme turbantes coloridos y hasta me animé a tomar clases de pintura los sábados por la tarde.
Hoy miro hacia atrás y no reconozco a esa Mariana rota y asustada del hospital. Aprendí que nadie debe quedarse donde no es amado ni respetado, ni siquiera por miedo o costumbre. El cáncer me quitó muchas cosas pero también me devolvió a mí misma.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres callan su dolor por miedo al qué dirán? ¿Cuántas siguen luchando solas porque creen que no merecen más? Si mi historia puede ayudar a una sola mujer a levantar la cabeza y decir «yo valgo», entonces todo este dolor habrá tenido sentido.