Treinta años bajo el mismo techo: ¿Cuándo dejaré de ser el hijo de mamá?
—¡Mauricio, apaga esa computadora ya! ¿No ves que son las once de la noche? Mañana tienes que levantarte temprano para ir al banco conmigo.
Otra vez. Otra noche más en la que mi madre, Doña Carmen, decide cuándo debo dormir, qué debo comer y hasta cómo debo vestirme. Tengo treinta años, pero en esta casa sigo siendo el niño obediente que nunca aprendió a decir que no. Mientras cierro la laptop, siento cómo se me aprieta el pecho. ¿En qué momento mi vida se volvió una rutina de órdenes y silencios?
Nací y crecí en un barrio popular de Lima, donde todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que las combis. Mi papá nos dejó cuando yo tenía ocho años, y desde entonces mi mamá se convirtió en madre y padre a la vez. Trabajó limpiando casas ajenas, vendió comida en la esquina y hasta lavó ropa para que yo pudiera estudiar. Siempre le estaré agradecido por eso, pero a veces siento que su sacrificio se convirtió en una cadena invisible.
—¿Por qué no sales con tus amigos como los demás? —me preguntó una vez mi primo Javier mientras tomábamos una cerveza en la azotea.
—No puedo, mi mamá me espera para cenar —le respondí, sintiendo la vergüenza arderme en la cara.
Javier se rió, pero no con burla, sino con lástima. «Mauricio, ya tienes treinta años. Si no te sueltas ahora, nunca lo harás». Sus palabras me persiguieron durante semanas.
En casa, todo gira alrededor de mi madre. Si quiero salir, tengo que avisarle con días de anticipación. Si llego tarde, me espera sentada en la sala, con los brazos cruzados y esa mirada que mezcla decepción y reproche. «¿Dónde estabas? ¿Con quién? ¿Por qué no contestaste el celular?», pregunta como si aún tuviera quince años.
A veces siento que no vivo mi vida, sino la suya. Ella decide qué trabajo es bueno para mí («ese puesto en la municipalidad es seguro, nada de andar soñando con ser escritor»). Ella elige a mis amigos («ese muchacho del barrio alto no me gusta para ti»). Incluso opina sobre mis relaciones amorosas: «Esa chica no es para ti, seguro te va a dejar como tu papá me dejó a mí».
La última vez que intenté tener novia fue con Lucía, una compañera del trabajo. Salimos un par de veces y todo iba bien hasta que mi mamá empezó a llamarme cada media hora cuando estaba con ella. «¿Ya vienes? ¿Vas a cenar? ¿Quién es esa chica?» Lucía terminó alejándose. «No puedo competir con tu mamá», me dijo antes de bloquearme del WhatsApp.
He intentado hablar con Doña Carmen muchas veces. Una noche, después de una discusión porque llegué tarde del trabajo, reuní el valor para decirle:
—Mamá, necesito mi espacio. Ya soy un adulto.
Ella me miró como si le hubiera clavado un puñal.
—¿Así me pagas todo lo que he hecho por ti? Si quieres irte, vete. Pero aquí nadie te va a rogar.
Me fui a mi cuarto sintiéndome el peor hijo del mundo. La culpa me carcomía por dentro. ¿Cómo le explico que no quiero abandonarla, solo quiero vivir mi vida?
En el barrio todos opinan. «Mauricio es un buen hijo, siempre está pendiente de su mamá», dicen las vecinas. Pero nadie sabe lo asfixiante que puede ser vivir bajo el mismo techo con alguien que no entiende que ya creciste.
A veces sueño con tener mi propio departamento, invitar amigos sin pedir permiso, dormir hasta tarde los domingos sin escuchar gritos desde la cocina. Pero luego recuerdo el sueldo miserable que gano en la municipalidad y los precios imposibles de los alquileres en Lima. Y vuelvo a sentirme atrapado.
Una tarde, mientras ayudaba a mi mamá a cargar las bolsas del mercado, vi a Javier pasar con su esposa y su hija pequeña. Me saludó desde lejos y sentí una punzada de envidia. Él logró lo que yo no: formar su propia familia, tomar sus propias decisiones.
Esa noche no pude dormir. Me levanté y fui a la sala. Mi mamá estaba viendo una novela mexicana, llorando por la desgracia de la protagonista.
—Mamá —le dije suavemente—, ¿alguna vez pensaste en lo que tú querías hacer cuando eras joven?
Ella me miró sorprendida y bajó el volumen del televisor.
—Claro que sí —respondió—. Quería ser enfermera y viajar por todo el país. Pero luego naciste tú y todo cambió.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Será que ella también vive atrapada en una vida que no eligió?
Desde entonces he intentado pequeños cambios: salgo a caminar solo por las tardes, apago el celular cuando estoy con amigos, incluso he empezado a ahorrar para alquilar un cuarto aunque sea pequeño. No es fácil; cada paso se siente como una traición.
Pero sé que si no lo hago ahora, nunca lo haré. No quiero llegar a los cuarenta preguntándome qué habría pasado si hubiera tenido el valor de vivir mi propia vida.
A veces me pregunto: ¿Cuántos de nosotros vivimos bajo las expectativas y miedos de nuestros padres? ¿Cuándo llega el momento de cortar el cordón umbilical sin sentirnos culpables?
¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que su familia los retiene más de lo necesario? ¿Cómo lograron encontrar su propio camino sin dejar de amar a quienes los criaron?