Tres de la mañana en la ciudad: el sueño de un hijo de obreros

—¡Wicho, apúrate! —gritó mi jefe desde la cabina del camión, mientras yo apenas podía sentir mis dedos por el frío de la madrugada. Eran las tres y cuarto, y las calles de Ciudad de México apenas comenzaban a despertar. El aire olía a humedad y a basura fresca. Me subí al estribo, respirando hondo para no dejar que el cansancio me venciera tan temprano.

No sé cuántas veces me pregunté, mientras lanzaba bolsas al camión, si algún día lograría salir de ahí. Mi mamá siempre decía que los sueños no llenan la panza, pero yo no podía dejar de soñar. Desde niño, cuando veía los edificios altos del centro, imaginaba que algún día diseñaría uno de esos. Por eso estudiaba ingeniería en la UNAM, aunque nadie entendía cómo podía con todo.

Mi papá, don Ernesto, era obrero en una fábrica de autopartes. Cuando llegaba a casa, siempre traía las manos negras y el rostro cansado. Mi mamá, doña Lupita, vendía tamales afuera del metro. Yo era el mayor de tres hermanos y el único que había logrado una beca para estudiar. Pero la beca apenas alcanzaba para los libros y el transporte. Por eso trabajaba como recolector de basura desde los diecisiete años.

—¿No te da vergüenza andar recogiendo basura? —me preguntó una vez mi primo Toño en una fiesta familiar.

—Vergüenza me daría robar —le respondí, tragándome el coraje.

Pero no era fácil. Mis compañeros de la universidad venían en coche, hablaban de viajes y restaurantes. Yo llegaba con las manos sucias y ojeras profundas. A veces me quedaba dormido en clase, y los profesores me miraban con lástima o molestia. Solo la doctora Jiménez, mi tutora, parecía entenderme.

—Wicho, ¿cómo vas con el proyecto? —me preguntó un martes por la tarde.

—Bien, doctora. Solo que… a veces siento que no voy a poder con todo —le confesé.

Ella me miró con esos ojos serios pero amables.

—No te rindas. Eres uno de los mejores alumnos que he tenido. Si necesitas ayuda, aquí estoy.

Esas palabras me dieron fuerza para seguir. Pero cada día era una batalla. Salía de casa antes de que saliera el sol, trabajaba hasta las siete, corría a bañarme en casa y luego tomaba dos camiones para llegar a la universidad. A veces no comía hasta las cuatro de la tarde. Mi mamá me guardaba un plato de arroz con huevo y frijoles, y yo lo devoraba como si fuera un manjar.

Una noche, mientras hacía tarea en la mesa de la cocina, escuché a mis padres discutir en voz baja.

—No quiero que Wicho se mate trabajando así —decía mi mamá.

—¿Y qué quieres que haga? ¿Que deje la escuela? —respondió mi papá.

—No… pero tampoco quiero que se enferme. Ya viste cómo anda de flaco.

Me dolió escucharlos. Quise decirles que estaba bien, que podía con todo, pero no me atreví. Sabía que ellos también estaban cansados y preocupados.

Un día, mientras recogía basura en una colonia elegante, vi salir a un joven de mi edad con mochila y audífonos. Me miró como si yo fuera invisible. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Por qué unos nacen con todo y otros tenemos que pelear por cada oportunidad?

Esa noche llegué a casa derrotado. Mi hermana menor, Mariana, se acercó y me abrazó sin decir nada. Sus ojos grandes y oscuros brillaban con admiración.

—¿Vas a ser ingeniero algún día? —me preguntó en voz baja.

—Claro que sí —le respondí, aunque por dentro dudaba.

El semestre final fue el más duro. Tenía que entregar un proyecto para graduarme y al mismo tiempo cubrir más turnos porque mi papá se enfermó del pulmón y tuvo que dejar de trabajar unas semanas. El dinero no alcanzaba ni para las medicinas. Pensé en dejar la escuela, pero mi mamá me detuvo.

—Tú no vas a dejar tus estudios, Wicho. Si tienes que dormir menos, ni modo. Pero tú vas a salir adelante —me dijo con lágrimas en los ojos.

Así fue como empecé a dormir solo tres horas al día. Me sentía como un zombi: recogía basura en las madrugadas, estudiaba en los camiones y hacía tarea en los ratos libres del trabajo. A veces lloraba solo en el baño del trabajo para desahogarme.

El día de la presentación final llegué con el uniforme debajo del pantalón formal porque no tuve tiempo de cambiarme bien. Mis compañeros me miraron raro cuando vieron mis botas sucias asomando bajo el escritorio. Pero cuando expuse mi proyecto sobre energía sustentable para barrios populares, todos guardaron silencio.

La doctora Jiménez sonrió orgullosa cuando terminé.

—Este proyecto podría cambiar vidas —dijo ante todos.

Esa tarde regresé a casa caminando bajo la lluvia ligera. Sentí una mezcla de cansancio y esperanza. Cuando entré, mi familia me esperaba con una cena especial: arroz con pollo y gelatina roja.

—¡Mi hijo es ingeniero! —gritó mi mamá abrazándome fuerte.

Lloramos todos juntos esa noche. No porque todo fuera a ser fácil ahora, sino porque habíamos demostrado que sí se puede salir adelante aunque todo esté en contra.

Hoy sigo trabajando duro, pero ya no recojo basura: ahora diseño sistemas para mejorar la recolección en barrios pobres como el mío. Sigo soñando con un país donde ningún joven tenga que elegir entre estudiar o comer.

¿Hasta cuándo tendremos que sacrificar tanto para cumplir nuestros sueños? ¿Cuántos más como yo están luchando en silencio cada madrugada? Los leo…