Tres hijos en un año: mi batalla solitaria en el corazón de México
—¡¿Otra vez embarazada, Mariana?! ¿No tienes vergüenza?—. El grito de mi madre retumbó en la cocina, haciendo temblar los vasos en la mesa. Yo apenas podía sostenerme en pie, con la prueba de embarazo aún temblando en mi mano y el eco de su juicio clavándose en mi pecho como un puñal. Mi padre ni siquiera levantó la vista del periódico. Mi hermana, Lucía, me miró con una mezcla de lástima y rabia.
No era la primera vez que escuchaba esas palabras. Hace apenas diez meses, había dado a luz a mi primer hijo, Emiliano, fruto de una relación que terminó antes de que pudiera siquiera soñar con una familia. Seis meses después, llegó Valeria, mi niña de ojos grandes y llanto suave, hija de un hombre que juró amarme y desapareció cuando supo de su existencia. Y ahora, con el tercer embarazo confirmado, sentí que el mundo se me venía encima. Nadie preguntó cómo me sentía. Nadie me abrazó. Solo escuché el murmullo de la vergüenza y el peso de la condena familiar.
Vivo en Iztapalapa, uno de los barrios más duros de la Ciudad de México. Aquí, las mujeres como yo no tienen derecho a equivocarse. La gente te señala en la calle, las vecinas cuchichean detrás de las cortinas, y hasta la señora del puesto de tamales me mira con lástima cuando paso empujando la carreola con dos bebés y la panza ya notoria del tercero. «Pobrecita, tan joven y ya tan cargada», susurran. Pero nadie se acerca a ayudar.
Las noches son las peores. Cuando Emiliano llora por hambre y Valeria se despierta por una pesadilla, me siento al borde del abismo. A veces me descubro llorando en silencio, apretando los dientes para no despertar a los niños. Me pregunto si algún día podré dormir más de dos horas seguidas, si podré volver a ser Mariana y no solo «la mamá de tres». El miedo me paraliza: miedo a no tener suficiente leche, miedo a que se enfermen y no tener dinero para el doctor, miedo a que algún día me odien por no haberles dado un padre.
Mi familia me cerró las puertas. «Aquí no hay lugar para irresponsables», dijo mi madre cuando le pedí quedarme unos días después del nacimiento de Valeria. Mi hermana se fue a vivir con su novio y mi padre se refugió en el silencio. Así que aprendí a sobrevivir sola. Limpiaba casas por las mañanas, dejaba a los niños con Doña Rosa, una vecina que cobraba poco pero cuidaba bien. Por las tardes vendía gelatinas en la esquina del mercado. A veces, cuando el dinero no alcanzaba, me saltaba la cena para que ellos pudieran comer.
Un día, mientras cambiaba el pañal de Emiliano y Valeria lloraba en la cuna, sentí que ya no podía más. Me senté en el suelo, rodeada de juguetes rotos y ropa sucia, y grité. Grité con toda la rabia y el dolor acumulados. Los niños se asustaron y lloraron más fuerte. Me odié por un instante. Pero luego los abracé, uno en cada brazo, y les prometí que nunca los abandonaría, aunque el mundo entero me diera la espalda.
La llegada de Mateo, mi tercer hijo, fue un parto silencioso. Nadie me acompañó al hospital. Nadie esperó afuera con flores o globos. Solo yo y el miedo. Cuando lo tuve en mis brazos, sentí una mezcla de amor y terror: ¿cómo iba a cuidar a tres niños sola? ¿Cómo iba a protegerlos del hambre, del frío, del desprecio?
Los meses siguientes fueron una batalla diaria. Aprendí a hacer milagros con poco: sopa de fideos para tres días, pañales de tela lavados a mano, cuentos inventados para dormirlos cuando no tenía fuerzas para leer. A veces, cuando veía a otras madres con sus parejas en el parque, sentía una punzada de envidia y tristeza. Pero también sentía orgullo: mis hijos estaban sanos, reían, jugaban juntos. Yo era su mundo.
Un día, mientras vendía gelatinas en el mercado, una señora se me acercó. «Te veo todos los días aquí, hija. Eres valiente. Si necesitas algo, yo vendo ropa usada, te puedo regalar unas prendas para los niños». Lloré ahí mismo, sin vergüenza. Por primera vez en mucho tiempo, alguien me tendió la mano sin juzgarme.
La relación con mi familia sigue rota. Mi madre a veces llama para preguntar si los niños están bien, pero nunca menciona mi nombre. Mi padre sigue en silencio. Lucía me manda mensajes de vez en cuando, pero siempre termina con un consejo disfrazado de reproche: «Cuídate más, Mariana. No puedes seguir así».
A veces me pregunto si algún día podré perdonarles su abandono. O si podré perdonarme a mí misma por haber confiado en hombres que solo dejaron promesas vacías. Pero cuando veo a Emiliano correr tras una mariposa, a Valeria abrazando a Mateo para que no llore, siento que todo el dolor valió la pena.
No soy una heroína. Soy una mujer rota que aprendió a remendarse con amor propio y coraje. Cada día es una lucha contra el cansancio, el miedo y la soledad. Pero también es una victoria: mis hijos están vivos, yo sigo de pie.
¿Hasta cuándo una madre soltera debe cargar con la culpa que otros le imponen? ¿Cuándo aprenderemos a tender la mano en vez de señalar? Ojalá mi historia sirva para que alguien allá afuera sepa que no está sola.