Trescientos kilómetros de distancia y un corazón helado: el viaje de Eugenia
—¿Por qué viniste sin avisar, Eugenia? —La voz de Irena cortó el aire apenas crucé el umbral de su casa, con la maleta aún en la mano y el corazón latiendo como si fuera a salirse del pecho.
No era la bienvenida que había imaginado durante los trescientos kilómetros de viaje en el bus, apretando entre mis manos el osito de peluche que compré para mi nieto. El mismo nieto que esperé durante años, rezando cada noche para que Dios le diera a mi hijo Igor la dicha de ser padre, aunque los médicos decían que era imposible.
Pero la vida, a veces, se burla de los diagnósticos. Cuando Igor me llamó hace dos meses, llorando de alegría, supe que el milagro había llegado. Irena estaba embarazada, y aunque nunca fuimos cercanas, pensé que la llegada del niño nos uniría. Qué ingenua fui.
—Perdón, Irena, solo quería ayudar. Sé que los primeros días con un bebé son difíciles —intenté sonreír, pero ella ni siquiera me miró. Detrás de ella, Igor asomó la cabeza, nervioso, como si temiera que una palabra mía pudiera romper la frágil paz de su hogar.
—Mamá, no sabíamos que venías hoy —dijo, y su voz era la de un niño asustado, no la de un hombre hecho y derecho.
—No quería molestar, hijo. Solo… solo quería conocer a mi nieto —mi voz tembló, y sentí que el peso de la maleta era nada comparado con el peso en mi pecho.
El departamento olía a leche y a cansancio. Irena me dejó pasar, pero su cuerpo era una muralla. Vi la cuna en la esquina, el móvil girando lentamente, y sentí que el mundo se detenía. Me acerqué, con las manos temblorosas, y vi a mi nieto: pequeño, frágil, hermoso. Lloré en silencio, porque era la primera vez que lo veía, y quizás la última.
—No lo despiertes —advirtió Irena, y me aparté como si me hubiera quemado.
La tarde cayó pesada. Irena apenas me dirigía la palabra. Preparó café solo para ella e Igor. Yo me serví agua del grifo, tragando el orgullo junto con el frío líquido. Escuché susurros en la cocina, discusiones a media voz. «No era el momento», «tu madre siempre se mete», «necesito espacio». Palabras que me atravesaban como agujas.
Recordé cuando Igor era niño y se enfermaba. Yo pasaba noches enteras a su lado, rezando para que la fiebre bajara. Ahora, ni siquiera podía tocar a mi nieto sin permiso. ¿En qué momento me convertí en una extraña?
La noche fue peor. Dormí en el sofá, tapada con una manta que olía a humedad. Escuché el llanto del bebé y el murmullo de Irena calmándolo. Quise levantarme, ofrecer ayuda, pero el miedo al rechazo me paralizó. Me sentí vieja, inútil, fuera de lugar.
A la mañana siguiente, Igor me llevó a la terminal. El viaje de regreso fue más largo que el de ida. Miré por la ventana los campos secos, los pueblos polvorientos, y pensé en mi madre, en cómo ella también fue una suegra difícil. ¿Estaba repitiendo su historia sin darme cuenta?
Al llegar a casa, mi vecina Marta me esperaba en la puerta.
—¿Y el bebé? ¿Lo cargaste? ¿Cómo está tu nuera?
No supe qué responder. Solo asentí, fingiendo una alegría que no sentía.
Esa noche, llamé a Igor. Quise decirle tantas cosas, pero solo pregunté si el bebé estaba bien. Su voz era distante, como si hablara desde otro continente.
—Está bien, mamá. Irena está cansada. Mejor no vengas por un tiempo.
Colgué antes de que las lágrimas me traicionaran. Me senté en la cocina, mirando el osito de peluche que nunca entregué. Pensé en todas las abuelas que esperan con ilusión y reciben solo puertas cerradas. Pensé en Irena, en su soledad, en su miedo a perder el control de su pequeño mundo. ¿La juzgué demasiado? ¿O ella me juzgó a mí?
Pasaron los días. El teléfono no sonó. Mis amigas me decían que fuera paciente, que las nueras son así, que ya me buscarían cuando necesitaran ayuda. Pero yo sabía que algo se había roto.
Un domingo, mientras regaba las plantas, vi a la hija de mi vecina jugando con su abuela en la vereda. Reían, compartían secretos. Sentí una punzada de envidia y vergüenza.
Esa noche, escribí una carta para Irena. No la envié. Solo necesitaba poner en palabras lo que sentía:
«Querida Irena,
Sé que no soy perfecta. Sé que a veces mi amor puede ser torpe o invasivo. Solo quiero que sepas que no vine a quitarte nada, sino a sumar. Que mi mayor deseo es verlos felices y ayudar cuando me lo permitan. Si alguna vez necesitas una mano, aquí estoy. Si no, también lo entiendo. Solo te pido que no me cierres la puerta del todo. Porque aunque no soy tu madre, también soy parte de esta familia.»
Guardé la carta en el cajón junto al osito. Tal vez algún día tenga el valor de dársela.
A veces me pregunto si las familias están destinadas a romperse y recomponerse una y otra vez, como los ríos que buscan su cauce después de una tormenta. ¿Cuántas abuelas hay como yo, esperando detrás de una puerta cerrada? ¿Cuántas nueras sienten que deben proteger su espacio a toda costa?
Quizás el amor de abuela no siempre es bienvenido. Pero aquí sigo, esperando. Porque al final del día, ¿qué otra cosa puede hacer una madre sino esperar?
¿Ustedes creen que hice mal en ir sin avisar? ¿O el amor de abuela justifica cualquier locura?