Un hogar al final del miedo: Mi historia de abandono y esperanza en México

—¿Por qué nadie me quiere? —me pregunté, apretando la sábana áspera del hospital contra mi pecho, mientras la enfermera Lupita me miraba con lástima. Tenía apenas seis años, pero ya sabía que el mundo podía ser frío. Mi madre, María Fernanda, me había dejado ahí cuando nací, y desde entonces mi vida era una maleta vieja y rota, siempre lista para mudarse a otra casa, a otra familia que prometía cuidarme pero que, al final, solo me veía como un estorbo temporal.

La primera vez que me llevaron a casa de los Ramírez, en Iztapalapa, sentí una chispa de esperanza. Doña Carmen me abrazó fuerte y me dijo: “Aquí vas a estar bien, hijo”. Pero su esposo, don Rogelio, apenas me dirigía la palabra. Me sentaba en la mesa con sus hijos biológicos, pero siempre había un plato menos bonito para mí. Una vez escuché a Rogelio decirle a Carmen: “No te encariñes tanto, luego se lo llevan”. Esa noche lloré en silencio, tapándome la boca para que nadie escuchara.

Así pasaron los años: la familia de los Ramírez, luego los Hernández en Ecatepec, después los Salgado en Puebla. Cada vez que empezaba a sentirme parte de algo, el DIF llegaba y me llevaba a otro lado. Aprendí a no encariñarme con nadie ni con nada. Me volví experto en empacar rápido y no mirar atrás.

A los doce años ya era un experto en detectar las señales: cuando una familia empezaba a pelear más seguido por dinero, cuando los adultos bajaban la voz al hablar de mí, cuando las miradas se volvían frías. Sabía que pronto tendría que irme otra vez. Y así fue con los Salgado. Una noche escuché a la señora decirle a su esposo: “No podemos seguir manteniéndolo, apenas nos alcanza para los nuestros”.

El día que vinieron por mí, ni siquiera lloré. Solo apreté los dientes y subí al coche del trabajador social. “Eres fuerte, Santiago”, me repetía una y otra vez. Pero por dentro sentía que cada vez quedaba menos de mí.

Llegué a la casa hogar “Luz de Esperanza” en Xochimilco. Era un lugar gris, con paredes descascaradas y camas de metal alineadas como soldados cansados. Ahí conocí a otros niños como yo: Ana Paula, que se mordía las uñas hasta sangrar; Emiliano, que le tenía miedo a la oscuridad; y Valeria, que decía que su mamá volvería por ella aunque todos sabíamos que no era cierto.

Una tarde llegó una pareja al albergue. Ella era morena, con ojos grandes y cálidos; él tenía manos grandes y voz suave. Se llamaban Patricia y Ernesto. Nos reunieron a todos en el patio y Patricia nos habló:
—Sabemos que han pasado por mucho dolor. Nosotros también lo hemos sentido. Queremos adoptar a un niño o niña y darle un hogar de verdad.

No levanté la mano cuando preguntaron quién quería conocerlos mejor. ¿Para qué? Ya sabía cómo terminaba esa historia. Pero Patricia se acercó a mí después de la reunión.
—¿Cómo te llamas?
—Santiago —respondí sin mirarla.
—¿Te gusta el fútbol?
—Más o menos.
—¿Y los tamales?
No pude evitar sonreír un poco. Ella también sonrió.

Durante semanas vinieron a visitarme. Jugábamos lotería, hacíamos tareas juntos y hasta fuimos a Chapultepec un domingo. Ernesto me enseñó a andar en bicicleta sin rueditas. Patricia me abrazaba cuando tenía pesadillas.

Pero yo no podía creerles. Cada vez que sentía cariño por ellos, recordaba todas las veces que me habían dejado antes. Una noche le grité a Patricia:
—¡No me digas que me quieres! ¡Todos dicen lo mismo y luego se van!
Ella se arrodilló frente a mí y me miró a los ojos llenos de lágrimas.
—Santi, no te prometo que todo será perfecto. Pero sí te prometo que no voy a rendirme contigo.

Me tomó meses bajar la guardia. Cuando finalmente firmaron los papeles de adopción y me llevaron a su casa en Coyoacán, sentí miedo. Miedo de ser feliz y perderlo todo otra vez.

La primera Navidad juntos fue extraña. No sabía si podía pedir regalos o si debía ayudar en la cocina como hacía en las otras casas. Patricia me enseñó a hacer ponche y Ernesto puso mi nombre en una esfera del árbol.

Una tarde, mientras jugábamos dominó en el patio, Ernesto me preguntó:
—¿Qué es lo que más deseas?
Pensé mucho antes de responder.
—Quiero dejar de sentir miedo todo el tiempo.
Él me abrazó fuerte.
—Eso va a tomar tiempo, hijo. Pero aquí tienes un hogar para aprenderlo.

Poco a poco empecé a creerles. Cuando enfermaba, Patricia se desvelaba conmigo. Cuando saqué malas calificaciones, Ernesto me ayudó sin gritarme ni juzgarme. Cuando tuve miedo de perderlos, ellos me abrazaron más fuerte.

Hoy tengo dieciocho años y estoy por entrar a la universidad. A veces todavía siento ese miedo antiguo, esa voz que dice: “No te confíes”. Pero cada vez es más baja, más lejana.

A veces me pregunto: ¿Cuántos niños como yo siguen esperando un hogar? ¿Cuántos podrían sanar si alguien les diera una oportunidad real? ¿Y cuántos adultos están dispuestos a amar sin condiciones?

¿Ustedes creen que el amor incondicional existe? ¿O solo es una promesa bonita para no sentirnos tan solos?