Un Matrimonio de Necesidad: Cuando el Amor No Fue la Razón
—¿Y ahora qué vas a hacer, Camila? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras yo, con las manos temblorosas, sostenía la prueba de embarazo positiva. El olor a café recién hecho se mezclaba con el sudor frío que me recorría la espalda. Tenía 23 años, estudiaba Derecho en la Universidad Nacional de Córdoba, y hasta ese momento, mi mayor preocupación era aprobar Derecho Penal.
No podía mirar a mi madre a los ojos. Sentía su decepción como una losa sobre mis hombros. —No sé, mamá —susurré—. No sé qué hacer.
Todo comenzó en la fiesta de cumpleaños de Lucía, mi mejor amiga. Allí conocí a Martín, un chico de Mendoza que había venido a Córdoba por trabajo. Bailamos cumbia hasta el amanecer, compartimos risas, y terminamos la noche en su departamento. Fue solo una noche, o eso pensé. No intercambiamos promesas ni números de teléfono. Solo nombres y un par de besos robados en la vereda.
Dos meses después, el retraso y las náuseas matutinas me dieron la noticia. Busqué a Martín por redes sociales, temblando de miedo y vergüenza. Cuando le conté, su respuesta fue un silencio largo, incómodo, seguido de un: —Tenemos que hablar con nuestras familias.
Mi papá, un hombre de campo, de esos que creen que la honra es lo más importante, no me dejó opción. —En esta casa no criamos hijos sin padre —sentenció. La familia de Martín, tradicional y católica, tampoco dudó: «Hay que casarse». Nadie preguntó si queríamos. Nadie preguntó si nos conocíamos realmente. Solo importaba el qué dirán.
La boda fue pequeña, en la parroquia del barrio. Yo vestía un vestido prestado de mi prima y Martín parecía un extraño con su traje alquilado. Durante la ceremonia, mi abuela lloraba de alegría, pero yo sentía que me ahogaba. No era tristeza, era miedo. Miedo a perderme, a vivir una vida que no era mía.
La convivencia fue un choque de mundos. Martín trabajaba todo el día en una empresa de logística y llegaba cansado, sin ganas de hablar. Yo seguía estudiando, pero cada vez me costaba más concentrarme. Las peleas eran constantes: por la plata, por la comida, por los suegros metiéndose en todo. Una noche, después de una discusión por una factura de luz impaga, Martín gritó:
—¡Esto no es vida, Camila! ¡Yo no pedí esto!
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme dormida en el suelo frío. El bebé pateaba en mi panza y yo me preguntaba si algún día podría ser feliz.
El embarazo avanzó entre controles médicos y comentarios de vecinos. «Pobrecita, tan joven y ya con esa carga», decían en la verdulería. Sentía que todos me miraban con lástima o con juicio. Mi mamá me ayudaba con la comida y la ropa del bebé, pero cada vez que hablábamos, terminábamos discutiendo. Ella insistía en que debía ser agradecida por tener un marido que «cumplía». Yo solo quería sentirme libre.
Cuando nació Sofía, todo cambió y nada cambió. La miré por primera vez y sentí un amor tan grande que me dolió el pecho. Martín lloró en silencio, pero al día siguiente volvió a su rutina de siempre. Las noches eran largas, los pañales caros, y la soledad, infinita. A veces pensaba en irme, pero ¿a dónde? ¿Con qué plata? ¿Y si mi hija crecía sin padre? El miedo me paralizaba.
Un día, mientras amamantaba a Sofía, escuché a mi suegra decirle a una vecina:
—Camila no era para mi hijo, pero al menos le dio una nieta.
Sentí rabia, impotencia. ¿Eso era yo? ¿Un vientre útil? Empecé a buscar trabajo, a terminar la carrera como podía. Martín y yo éramos dos desconocidos compartiendo techo. A veces, en las noches de insomnio, lo veía mirarme desde la puerta del cuarto, como queriendo decir algo, pero nunca lo hacía.
Un domingo, después de una pelea por la plata del alquiler, le dije:
—No podemos seguir así. Ni vos ni yo somos felices. Sofía merece padres que se quieran, no que se toleren.
Martín bajó la cabeza. —No sé cómo hacer esto, Camila. No sé cómo ser esposo si nunca aprendí a amar.
Lloramos juntos, por primera vez. No por nosotros, sino por todo lo que no fue. Decidimos separarnos, aunque eso significara enfrentar a nuestras familias y a la sociedad. Mi papá no me habló por meses. Mi mamá lloró, pero después me abrazó fuerte y me dijo:
—Prefiero verte sola y viva, que muerta en vida.
Hoy, tres años después, vivo en un departamento pequeño con Sofía. Trabajo en un estudio jurídico y terminé la carrera. Martín ve a su hija los fines de semana y, aunque no somos pareja, aprendimos a ser un equipo por ella. A veces me pregunto cómo habría sido mi vida si hubiera tenido el valor de decir «no» desde el principio. Pero también sé que Sofía es mi mayor regalo, y que aprendí a quererme en medio del caos.
¿Hasta cuándo vamos a dejar que el miedo y el qué dirán decidan por nosotros? ¿Cuántas mujeres más tendrán que vivir vidas ajenas antes de animarse a buscar su propia felicidad?