Un paso hacia mi libertad: La decisión de Marta González
—¿Marta González, usted se volvió loca? —La voz de la directora, Patricia Ramírez, retumbó en el pequeño salón de profesores, cortando el aire como un machete en caña brava—. ¿A sus cincuenta y ocho años quiere dejar la escuela? ¿A dónde piensa ir, por el amor de Dios?
Yo seguí acomodando los cuadernos en una pila ordenada, sin mirarla a los ojos. Mis manos temblaban, pero me esforcé por mantenerlas firmes. No podía mostrar debilidad. No ahora.
—De alguna manera me las arreglaré, Patricia —respondí en voz baja, casi susurrando, como si temiera que mis palabras se hicieran realidad.
El silencio se hizo pesado. Sentí las miradas de mis colegas clavadas en mi espalda. Sabía lo que pensaban: «¿Qué le pasa a Marta? ¿Por qué renunciar justo ahora, cuando ya casi llega la jubilación? ¿No tiene miedo de quedarse sola?» Pero nadie se atrevió a decirlo en voz alta.
Patricia se acercó y bajó la voz, como si quisiera protegerme del escándalo que ella misma había provocado.
—Marta, piénselo bien. Usted ha dedicado toda su vida a esta escuela. ¿Por qué irse ahora? ¿Por qué arriesgarlo todo?
Me mordí el labio para no llorar. No podía decirle la verdad: que me sentía vacía, que cada día en ese salón era un recordatorio de todo lo que había sacrificado por los demás. Que mi esposo, Julián, apenas me dirigía la palabra desde que los hijos se fueron de casa. Que mis nietos me veían como una sombra en las reuniones familiares. Que yo misma ya no me reconocía en el espejo.
Salí del salón sin responderle. Afuera, el sol del mediodía caía implacable sobre el patio polvoriento de la escuela pública en las afueras de Medellín. Los niños corrían y gritaban, ajenos al drama que se desarrollaba entre esas paredes viejas.
Esa noche, en casa, Julián estaba sentado frente al televisor, viendo el noticiero con una cerveza en la mano. El ventilador giraba perezoso y el calor era insoportable.
—¿Y cómo te fue hoy? —preguntó sin apartar la vista de la pantalla.
—Renuncié —dije, apenas audible.
El silencio fue tan denso que sentí que me ahogaba. Julián bajó la cerveza y me miró por primera vez en semanas.
—¿Renunciaste? ¿Estás loca? ¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿De qué vamos a vivir?
—Tengo mis ahorros. Y falta poco para la pensión —intenté justificarme.
Él soltó una carcajada amarga.
—¿Tus ahorros? Eso no alcanza ni para pagar la luz. Siempre tan impulsiva, Marta. Siempre pensando solo en ti.
Me fui a la habitación y cerré la puerta con llave. Me senté en la cama y lloré en silencio, abrazando una almohada como si fuera mi única amiga.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mis hijos me llamaron desde Bogotá y Cali, preocupados y molestos.
—Mamá, ¿por qué hiciste eso? —reclamó Laura—. ¿No podías esperar un par de años más?
—No entiendo, mamá —dijo Andrés—. Siempre nos enseñaste a ser responsables. ¿Y ahora te vas así, sin más?
No supe qué responderles. Solo sentía un vacío enorme y una necesidad urgente de respirar aire nuevo.
Las vecinas empezaron a murmurar cuando salía al mercado o a la iglesia.
—Pobrecita Marta, seguro está enferma —decían unas.
—Eso le pasa por no cuidar bien a su marido —susurraban otras.
Me dolía cada palabra como una espina clavada en el pecho. Pero también sentía una extraña libertad. Por primera vez en años, tenía tiempo para mí. Empecé a caminar por las mañanas al parque del barrio, a leer novelas que tenía olvidadas en un estante polvoriento, a escribir poemas en un cuaderno viejo.
Un día encontré a Doña Rosa sentada bajo un árbol del parque. Ella había sido maestra también y se jubiló hacía años.
—¿Y tú qué haces por aquí tan temprano? —me preguntó con una sonrisa cómplice.
—Renuncié a la escuela —le confesé—. Todos piensan que estoy loca.
Ella soltó una carcajada y me tomó la mano.
—Loca sería si te quedaras donde ya no eres feliz. La vida es corta, Marta. Muy corta para vivirla solo para los demás.
Sus palabras me dieron fuerza. Empecé a buscar talleres de pintura en la Casa de la Cultura del barrio. Me inscribí en uno de cerámica y otro de literatura. Al principio me sentía fuera de lugar entre tantas caras nuevas y jóvenes, pero poco a poco fui encontrando mi espacio.
Una tarde, mientras modelaba una vasija de barro, sentí que algo dentro de mí se rompía y se reconstruía al mismo tiempo. Era como si cada pedazo de arcilla fuera una parte de mi vida que podía moldear a mi antojo.
Julián seguía distante, encerrado en su mundo de rutinas y silencios. Una noche intenté hablar con él.
—Julián, ¿tú eres feliz?
Él me miró como si le hubiera hecho una pregunta absurda.
—¿Feliz? No sé… Supongo que sí. Así es la vida, ¿no?
—No quiero seguir viviendo así —le dije—. Quiero sentirme viva otra vez.
Él no respondió. Se levantó y se fue al patio a fumar un cigarrillo.
A veces pienso que mi decisión fue egoísta. Que debí aguantar un poco más por mi familia, por las apariencias, por no ser «la loca del barrio». Pero cuando camino sola por las calles al atardecer y siento el viento en la cara, sé que hice lo correcto.
He aprendido que nunca es tarde para empezar de nuevo. Que no importa lo que digan los demás si tu corazón late con fuerza por algo distinto. Que ser mujer mayor en Latinoamérica es cargar con muchas expectativas ajenas… pero también es tener el derecho de romperlas todas y buscar tu propio camino.
Hoy miro mis manos —ya no tiemblan tanto— y sonrío al recordar aquella escena en el salón de profesores. Si pudiera volver atrás, lo haría mil veces más.
¿Y ustedes? ¿Se atreverían a dar un paso hacia su propia libertad aunque todos los demás piensen que están locos?