Un Riñón Compartido, Un Destino Compartido: Entre el Amor y la Pérdida en la Ciudad de México

—¿Por qué a mí? —me pregunté mientras la lluvia golpeaba el ventanal del hospital General de México. Mi mamá, doña Teresa, apretaba mi mano con fuerza, como si pudiera evitar que la vida se me escapara entre los dedos. El doctor Ramírez acababa de salir del cuarto, dejando en el aire esa palabra que me perseguiría por meses: insuficiencia renal crónica. Tenía 28 años y sentía que el mundo se me venía encima.

—Hija, vamos a salir de esta —me decía mi mamá, pero sus ojos brillaban con lágrimas contenidas.

Las semanas siguientes fueron un desfile de estudios, hemodiálisis y noches sin dormir. Mi papá, don Ernesto, apenas hablaba; su manera de lidiar con el dolor era encerrarse en el taller de carpintería y martillar hasta el cansancio. Mis hermanos, Lucía y Rodrigo, intentaban animarme con chistes malos y memes en el grupo familiar de WhatsApp, pero yo solo podía pensar en la lista de espera para un trasplante. En México, esperar un órgano es como jugar a la lotería: sabes que hay miles como tú y que la suerte no siempre está de tu lado.

Un día, mientras esperaba mi turno en la sala de hemodiálisis, una enfermera me entregó una carta. Era de Gabriel, un chico que había visto varias veces en el hospital. Alto, moreno, con una sonrisa tímida y unos ojos que parecían guardar secretos. «Sé lo que es sentir miedo —escribía—. Mi hermana murió esperando un riñón. Si puedo ayudarte, quiero hacerlo».

No supe qué responder. ¿Por qué alguien querría darme parte de sí mismo? ¿Qué clase de persona era capaz de ese acto? Cuando lo vi al día siguiente, me acerqué titubeando.

—¿De verdad lo dices en serio? —le pregunté.

Gabriel asintió.—No quiero que otra familia pase por lo que pasó la mía.

Así comenzó nuestra travesía. Los exámenes médicos confirmaron que éramos compatibles. Mi familia estaba dividida: mi mamá rezaba todos los días por Gabriel; mi papá desconfiaba.—Nadie da nada gratis —decía—. Ten cuidado.

Pero yo sentía algo diferente. Gabriel y yo empezamos a vernos fuera del hospital. Caminábamos por Coyoacán, compartíamos tacos al pastor en la esquina y hablábamos de todo: sus sueños truncados de ser músico, mis ganas de viajar a Oaxaca, el miedo a morir joven. Poco a poco, el agradecimiento se transformó en cariño. Una tarde, después de una cita médica, me tomó la mano.

—No sé si esto es correcto —susurró—. Pero no puedo evitar sentir algo por ti.

Le respondí con un beso torpe y nervioso. Por primera vez en meses, sentí esperanza.

El día del trasplante llegó entre nervios y oraciones. Recuerdo el frío del quirófano y la voz de Gabriel diciéndome: «Nos vemos del otro lado». La operación fue un éxito. Los médicos decían que éramos un milagro estadístico: dos desconocidos unidos por un riñón y algo más.

La recuperación fue dura. Mi cuerpo aceptó el órgano, pero mi mente luchaba con la culpa y el miedo. Gabriel estaba débil; su mamá venía todos los días a cuidarlo y me miraba con recelo.—Mi hijo siempre ha sido demasiado bueno —me dijo una vez—. No lo lastimes.

Intenté ser fuerte por los dos. Pero la presión era demasiada: mi familia quería que me alejara para no «complicarle la vida» a Gabriel; su familia pensaba que yo era una carga. Empezamos a discutir por tonterías: las visitas al hospital, los medicamentos caros que no cubría el seguro popular, los comentarios malintencionados de vecinos y parientes.

Una noche, después de una pelea especialmente amarga sobre dinero (yo había perdido mi trabajo por las ausencias médicas), Gabriel explotó:

—¡No puedo con todo esto! ¡Dices que te salvé la vida pero siento que ahora estoy perdiendo la mía!

Me quedé muda. ¿Era cierto? ¿Le estaba robando su futuro?

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Dormíamos juntos pero separados por un abismo invisible. Yo intentaba buscar trabajo vendiendo postres por Instagram; él tocaba la guitarra en bares para juntar algo de dinero. La ciudad nos tragaba con su ruido y su indiferencia.

Un día recibí una llamada: Gabriel había tenido un accidente en moto regresando del bar donde tocaba. Corrí al hospital con el corazón en la garganta. Cuando llegué, ya era tarde.

El dolor fue insoportable. Sentí que el riñón dentro de mí latía con rabia y tristeza. Su mamá no me dejó acercarme al funeral; su familia me culpaba por todo lo que había pasado.

Pasaron los meses y aprendí a vivir con la ausencia. A veces sueño con Gabriel: está sentado en una banca del parque, tocando una canción para mí. Otras veces me despierto llorando, preguntándome si valió la pena todo este sufrimiento.

Hoy sigo luchando por salir adelante. Trabajo como voluntaria en una fundación para pacientes renales; intento ayudar a otros como Gabriel me ayudó a mí. Pero cada vez que siento el latido de ese riñón ajeno dentro de mí, recuerdo que el amor puede salvarte… o destruirte.

¿Hasta dónde llegarías tú por salvar a alguien? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por amor o gratitud? A veces me pregunto si realmente merecía esa segunda oportunidad.