Un Suspiro Tardío: «Quise Vivir para Mí, No Solo para Mis Hijos y Nietos»
—¡Mamá, no puedes irte así! —gritó Lucía desde la puerta, con los ojos llenos de lágrimas y rabia. Yo ya tenía la maleta en la mano, el corazón latiendo como si fuera a salirse del pecho. Afuera, el sol de la tarde caía sobre las calles polvorientas de nuestro barrio en San Miguel de Tucumán, pero dentro de la casa el aire era denso, casi irrespirable.
Me llamo Carmen Rodríguez. Tengo 68 años y, por primera vez en mi vida, estoy a punto de hacer algo solo para mí. Pero llegar hasta aquí no fue fácil. Mi historia no es distinta a la de muchas mujeres latinoamericanas: nací en una familia humilde, la mayor de cinco hermanos. Desde niña aprendí que mi deber era cuidar a los demás. Cuando mi mamá enfermó, yo tenía apenas doce años y ya cocinaba, lavaba ropa y ayudaba a mis hermanos con las tareas. Mi papá trabajaba en la zafra y volvía solo los fines de semana, cansado y con olor a caña quemada.
A los diecisiete conocí a Ernesto. Era un muchacho callado, trabajador, con sueños de tener su propio taller mecánico. Nos casamos rápido, como se hacía antes, y pronto llegaron Lucía y después Martín. La vida se volvió una rutina de pañales, ollas y cuentas por pagar. Ernesto trabajaba hasta tarde y yo me ocupaba de todo lo demás. A veces me preguntaba qué habría sido de mi vida si hubiera seguido estudiando, si hubiera aceptado esa beca para irme a Córdoba. Pero siempre me decía: «No es tiempo para soñar, Carmen. Ahora toca ser madre».
Los años pasaron como un suspiro. Mis hijos crecieron, pero los problemas también. Ernesto empezó a beber más de la cuenta cuando perdió el taller en una crisis económica. Yo aguanté insultos y silencios largos por miedo a quedarme sola, por miedo a que mis hijos sufrieran más de lo que ya sufrían. Cuando Ernesto murió de un infarto, sentí alivio y culpa al mismo tiempo. Me quedé sola con Lucía y Martín, que ya eran adolescentes rebeldes.
Lucía quedó embarazada a los dieciocho. Martín se fue a Buenos Aires buscando trabajo y apenas llamaba una vez al mes. Yo crié a mi nieta, Sofía, como si fuera mi propia hija. Lucía trabajaba en una panadería y volvía agotada; yo me ocupaba de todo lo demás: la escuela, las vacunas, las meriendas. Así pasaron los años, uno tras otro, como cuentas en un rosario interminable.
A veces soñaba despierta: imaginaba que viajaba a Salta sola, que aprendía a pintar o que simplemente podía dormir una noche entera sin preocuparme por nadie más que por mí misma. Pero siempre había algo más urgente: una gripe, una boleta de luz vencida, una pelea familiar.
Hace unas semanas, Sofía —ya con 20 años— me dijo:
—Abuela, ¿vos nunca quisiste hacer otra cosa? ¿Nunca pensaste en vos?
Me quedé muda. Nadie me había preguntado eso jamás. Esa noche no pude dormir. Me di cuenta de que toda mi vida había sido para otros: para mis padres, mis hermanos, mi esposo, mis hijos y mi nieta. ¿Y yo? ¿Dónde quedé yo?
Empecé a sentir una angustia rara, como si el tiempo se me escapara entre los dedos. Fui al médico porque pensé que era el corazón; él me dijo que era ansiedad. «¿Ansiedad a mi edad?», pensé. Pero sí: era miedo a morirme sin haber vivido para mí.
Un día vi un anuncio en la radio local: «Viaje cultural para adultos mayores a Cafayate». Era caro para mi bolsillo, pero algo dentro mío gritó que debía hacerlo. Junté mis ahorros —los pocos que tenía— y compré el pasaje sin decirle nada a nadie.
Cuando Lucía lo descubrió, explotó:
—¿Y quién va a cuidar la casa? ¿Y si pasa algo? ¡Sos egoísta!
Por primera vez en mi vida le respondí:
—Toda mi vida cuidé de ustedes. Ahora quiero cuidarme yo.
La discusión fue larga y dolorosa. Sofía me abrazó en silencio; creo que ella sí entendió lo que sentía.
Ahora estoy aquí, parada frente a la puerta con la maleta en la mano. Siento miedo y culpa, pero también una emoción nueva: esperanza.
En el colectivo hacia Cafayate miro por la ventana los cerros rojizos y pienso en todas las mujeres como yo: madres, abuelas, tías que postergan sus sueños por amor o por costumbre. Pienso en las veces que callé mis deseos por miedo al qué dirán o por sentirme egoísta.
En el viaje conozco a otras mujeres: Marta perdió a su esposo hace dos años y ahora estudia teatro; Juana aprendió a leer a los 65; Teresa se animó a divorciarse después de 40 años de matrimonio infeliz. Todas tenemos historias parecidas: vidas dedicadas a otros, sueños guardados en cajones cerrados con llave.
En Cafayate me animo a pintar un cuadro por primera vez en mi vida. No es perfecto, pero es mío. Siento una alegría infantil al ver mis manos manchadas de colores.
Al volver a casa, Lucía está más tranquila. No hablamos mucho del tema, pero noto algo distinto en su mirada: tal vez respeto, tal vez resignación.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿por qué nos enseñan que ser mujer es sinónimo de sacrificio? ¿Por qué sentimos culpa cuando pensamos en nosotras mismas?
A veces pienso que perdí demasiado tiempo viviendo para otros. Pero también sé que nunca es tarde para empezar de nuevo.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron que su vida no les pertenece? ¿Es posible empezar a vivir para uno mismo después de tantos años?