Vacaciones que nunca llegaron: cuando el crédito y la familia rompen los sueños
—¿Por qué huele así aquí? —pregunté apenas crucé la puerta, dejando caer las llaves sobre la mesa. El aroma a cigarro barato impregnaba el aire, mezclándose con el olor a pintura fresca que aún no terminaba de asentarse en nuestro departamento recién remodelado. Mi corazón latía rápido, como si ya supiera que algo estaba por romperse.
Mi esposo, Julián, salió de la cocina con la mirada baja. —Es que vino tu hermano, Mariana. Solo un rato…
Sentí una punzada en el pecho. Mi hermano, Ernesto, otra vez. Siempre con sus problemas, siempre trayendo consigo esa nube gris que parecía seguirlo a todas partes. Y yo, como siempre, tratando de sostenerlo todo: la casa, las cuentas, los sueños de unas vacaciones en la playa que prometimos a nuestros hijos desde hace meses.
—¿Otra vez? —le dije, conteniendo las lágrimas—. ¿No te das cuenta de que estamos al límite? El banco ya llamó dos veces hoy. Si no pagamos la cuota del crédito esta semana, nos van a embargar.
Julián suspiró y se apoyó en la pared. —Es familia, Mariana. No podía dejarlo en la calle.
Me senté en el sofá, sintiendo cómo el cansancio me aplastaba los hombros. Recordé cuando hace un año decidimos pedir el crédito para arreglar el departamento. Soñábamos con un hogar bonito para nuestros hijos, Sofía y Matías, y con ahorrar lo suficiente para irnos todos juntos a Cartagena este verano. Pero la realidad fue otra: las cuotas subieron, Julián perdió horas en el taller y yo tuve que aceptar un segundo trabajo limpiando casas en el barrio.
Ernesto apareció en la sala con su mochila raída y una sonrisa forzada. —Gracias por dejarme quedarme, hermana. Solo serán unos días…
No respondí. Miré a mis hijos jugando en el cuarto, ajenos al drama de los adultos. Sentí rabia y culpa al mismo tiempo: rabia porque Ernesto siempre esperaba que lo rescatáramos; culpa porque yo no podía decirle que no.
Esa noche, mientras lavaba los platos, Julián se acercó por detrás y me abrazó. —Vamos a salir de esta, te lo prometo.
Pero yo ya no podía creerle. Cada promesa era como una gota más llenando un vaso a punto de desbordarse.
Los días pasaron y Ernesto seguía ahí. Traía amigos, fumaban en el balcón y dejaban latas vacías por toda la casa. Sofía empezó a toser por las noches y Matías se encerraba más tiempo en su cuarto. El dinero no alcanzaba ni para pagar la luz y mucho menos para pensar en vacaciones.
Una tarde, mientras limpiaba el baño, escuché a Ernesto hablando por teléfono:
—Sí, vieja, aquí me quedo hasta que Mariana me ayude con lo del trabajo… No sé cuándo podré irme.
Sentí cómo la rabia me subía por la garganta. Salí y lo enfrenté:
—Ernesto, tienes que buscar dónde quedarte. No podemos más. Esta casa no es un hotel.
Me miró con esos ojos tristes de siempre. —¿Me vas a echar? ¿Después de todo lo que hemos pasado juntos?
—No es eso… —balbuceé—. Es que no puedo con todo. Tengo dos trabajos, los niños están mal y el banco nos está ahogando.
Esa noche hubo gritos. Julián defendía a Ernesto; yo lloraba de impotencia. Los niños escuchaban desde su cuarto y yo sentía que todo se desmoronaba.
Al día siguiente fui al banco para pedir una prórroga. La gerente, doña Lucía, me miró con lástima:
—Mariana, entiendo su situación, pero si no paga esta semana…
Salí del banco sintiéndome más sola que nunca. Caminé por las calles de Medellín bajo un sol implacable, preguntándome en qué momento mi vida se había convertido en esto: una carrera interminable contra las cuentas y las expectativas familiares.
Esa noche tomé una decisión dolorosa. Llamé a mi mamá en Bucaramanga:
—Mamá, necesito que recibas a Ernesto por un tiempo. Aquí ya no podemos más.
Ella suspiró al otro lado del teléfono. —Siempre te toca a ti cargar con todos…
Colgué sintiéndome culpable pero también aliviada. Al día siguiente Ernesto se fue sin despedirse; solo dejó una nota: «Perdón por ser una carga».
La casa quedó en silencio. Los niños preguntaron por su tío y yo solo pude abrazarlos fuerte.
Julián y yo nos sentamos frente a frente esa noche:
—Perdón por ponerte todo el peso encima —me dijo—. Yo también estoy cansado.
Nos abrazamos y lloramos juntos por primera vez en meses.
No hubo vacaciones ese año ni tampoco el siguiente. Pero poco a poco salimos adelante: pagamos el crédito, los niños volvieron a reír y aprendimos a decir «no» cuando era necesario.
A veces me pregunto si hice bien en poner límites o si fallé como hermana e hija. ¿Hasta dónde debe uno sacrificarse por la familia? ¿Cuándo es justo pensar primero en uno mismo?
¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que los sueños se les escapan por intentar sostenerlo todo? Los leo.