Vendí mi casa para salvar a mi hijo: el precio de una madre

—¡Mamá, por favor! No tengo a quién más acudir… —La voz de Santiago temblaba al otro lado del teléfono, como si cada palabra pesara toneladas. Era de noche, la lluvia golpeaba los ventanales de la sala y yo, sentada en el sillón donde tantas veces lo arrullé de niño, sentí que el corazón se me partía en dos.

No era la primera vez que mi hijo me pedía ayuda. Desde que perdió el trabajo en la fábrica de autopartes en Córdoba, su vida parecía un barco a la deriva. Pero esa noche, su desesperación era distinta. —Me van a hacer daño, mamá. Por favor, no me dejes solo…

No dormí. Al amanecer, con los ojos hinchados y el alma hecha trizas, tomé la decisión más difícil de mi vida: vender la casa donde había criado a mis hijos, donde aún olía a guiso de los domingos y a risas de infancia. “La familia es lo primero”, me repetía mi hermana Lucía cuando le conté mi plan. Pero ella no sabía lo que era ver a un hijo destruido por dentro.

En menos de un mes, firmé los papeles. El dinero llegó rápido, pero la tristeza se instaló en mi pecho como un huésped indeseado. Santiago prometió buscar ayuda, empezar de nuevo en Buenos Aires, lejos de las malas juntas y las tentaciones del barrio. Yo le creí. ¿Cómo no creerle si era mi hijo?

Al principio me llamaba todos los días. —Mamá, estoy bien. Encontré un trabajo en un taller mecánico —me decía con voz animada. Yo le mandaba mensajes de ánimo y rezaba cada noche para que esta vez fuera cierto.

Pero pronto las llamadas se hicieron menos frecuentes. Cuando preguntaba por el dinero, él cambiaba de tema o decía que lo tenía guardado para alquilar un departamento. Mi hija menor, Mariana, empezó a sospechar. —Mamá, ¿no te parece raro? Santiago nunca fue bueno para ahorrar…

No quería escucharla. Me aferraba a la esperanza como quien se agarra a una tabla en medio del mar. Pero la verdad no tarda en salir a flote.

Una tarde recibí una llamada de un número desconocido. —¿Usted es la mamá de Santiago? —preguntó una voz áspera—. Su hijo nos debe mucha plata. Si no paga, va a tener problemas…

El mundo se me vino abajo. Llamé a Santiago una y otra vez hasta que finalmente atendió. —Mamá, te juro que esta vez fue diferente… Solo quería recuperar algo de lo perdido…

Ahí lo entendí todo: el dinero de la casa se había ido en apuestas, carreras clandestinas y promesas vacías. Mi hijo estaba atrapado en una red de mentiras y adicción.

—¿Por qué no me lo dijiste? —le grité entre lágrimas— ¡Te di todo lo que tenía! ¡Hasta vendí mi casa!

—No quería decepcionarte… —susurró él— Pero no puedo parar, mamá. No sé cómo salir…

Sentí rabia, dolor y culpa. Me culpé por no haber visto las señales, por haber creído que el amor podía curar cualquier herida. Mariana me abrazó fuerte esa noche. —Mamá, no es tu culpa. Santiago necesita ayuda profesional…

Pero en nuestro país, conseguir tratamiento para adicciones es casi imposible si no tienes plata o contactos. Los hospitales públicos están saturados y las clínicas privadas cobran fortunas. Me sentí impotente ante un sistema que abandona a los que más lo necesitan.

Los días siguientes fueron un infierno. Los acreedores llamaban sin parar, amenazando con hacerle daño a Santiago si no pagaba sus deudas. Yo ya no tenía nada más para darles. Dormía en el sofá de Mariana, sintiéndome una carga para ella y su familia.

Una tarde, mientras preparaba mate en la cocina prestada, escuché a Mariana discutir con su esposo:

—No podemos seguir así, Fede. Mi mamá está destrozada y Santiago no quiere cambiar…
—¿Y qué querés que haga? ¡No podemos salvarlo nosotros solos!

Me encerré en el baño y lloré en silencio. ¿En qué momento mi familia se rompió así?

Un día Santiago apareció en la puerta de Mariana, flaco y ojeroso como nunca lo había visto.

—Mamá… —me abrazó fuerte— Perdón por todo lo que te hice pasar.

Lloramos juntos largo rato. Le propuse buscar ayuda en un grupo de apoyo para ludópatas del barrio San Vicente. Al principio se resistió, pero finalmente aceptó ir conmigo.

Las primeras reuniones fueron duras. Escuchar a otras madres contar historias parecidas me hizo sentir menos sola, pero también más triste: ¿cuántas familias están siendo destruidas por el juego y nadie hace nada?

Santiago sigue luchando cada día contra sus demonios. Yo sigo sin casa propia, pero con la esperanza de que algún día mi sacrificio sirva para algo más que alimentar una adicción.

A veces me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre? ¿Vale la pena perderlo todo por intentar salvar a quien amas? ¿O hay momentos en que debemos aprender a soltar?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿El amor justifica cualquier sacrificio?