Venganza de amor: El matrimonio que nunca debió ser

—¿De verdad vas a casarte con ella? —La voz de mi hermana Lucía retumbó en la cocina, mientras yo apretaba el vaso de agua hasta casi romperlo.

No respondí. Solo miré por la ventana, donde la lluvia golpeaba el patio de nuestra casa en Medellín. Mi madre, sentada a la mesa, se persignó en silencio. Sabía que ese matrimonio era una locura, pero nadie podía detenerme. No después de lo que María me había hecho.

María… Su nombre todavía me quemaba en la garganta. Dos años juntos, dos años en los que creí que el amor podía con todo. Yo era capaz de cualquier cosa por ella: dejar mi trabajo en la panadería de mi tío, mudarme a Bogotá si hacía falta, hasta enfrentarme a mi padre, que nunca aprobó nuestra relación porque María venía de una familia humilde del barrio Santo Domingo.

Pero ella nunca quiso hablar de futuro. Cada vez que mencionaba el matrimonio, cambiaba de tema o se reía nerviosa. “¿Para qué casarnos, Alejo? Si estamos bien así”, decía, y yo fingía que no me dolía. Hasta el día en que la vi salir del café con Julián, su exnovio. No fue solo la mano en su cintura o la risa compartida; fue la mirada de complicidad, la certeza de que yo era el único que no sabía nada.

Esa noche, cuando la enfrenté, María no negó nada. “Lo siento, Alejo. No sé qué me pasa. No quiero hacerte daño”, murmuró. Pero ya era tarde. El daño estaba hecho.

Durante semanas caminé como un fantasma por las calles empedradas del centro. Mis amigos me invitaban a jugar fútbol o a tomar cerveza en el parque, pero yo solo quería desaparecer. Hasta que apareció Nadia.

Nadia era todo lo contrario a María: extrovertida, directa, hija del dueño de una ferretería próspera en Laureles. Nos conocimos en una fiesta de cumpleaños y, para mi sorpresa, ella fue quien se acercó primero.

—¿Por qué tienes esa cara de funeral? —me preguntó entre risas.

—Me dejaron —respondí sin rodeos.

—Pues qué tonta fue ella —dijo Nadia, y me besó antes de que pudiera decir algo más.

Fue fácil dejarse llevar por Nadia. Ella no tenía miedo a nada: organizaba salidas con sus amigos, planeaba viajes a Santa Marta y hablaba del futuro como si fuera un juego. En menos de tres meses, ya hablábamos de boda. Yo sabía que no la amaba como a María, pero eso no importaba. Lo importante era demostrarle a todos —y sobre todo a María— que yo también podía rehacer mi vida.

El día que anuncié el compromiso en casa, mi madre lloró en silencio y mi padre apenas levantó la vista del periódico.

—¿Estás seguro de lo que haces? —me preguntó Lucía una vez más.

—Más seguro que nunca —mentí.

La boda fue rápida y sencilla, en una iglesia pequeña del barrio. Nadia estaba radiante con su vestido blanco y su sonrisa perfecta. Yo sentía un nudo en el estómago desde el momento en que entré al altar. Entre los invitados vi a María, parada al fondo con los ojos rojos y la cara pálida. Por un instante quise correr hacia ella y pedirle perdón por todo, pero ya era tarde.

La fiesta fue un desfile de felicitaciones y abrazos forzados. Nadia bailaba con todos y yo fingía alegría mientras mi mente viajaba al pasado una y otra vez. Cuando llegó la noche de bodas, Nadia me abrazó fuerte y susurró:

—Ahora sí eres mío para siempre.

Pero yo solo sentí frío.

Los meses siguientes fueron una pesadilla disfrazada de rutina. Nadia quería hijos, viajes y fotos familiares para Instagram. Yo apenas podía mirarla a los ojos sin sentirme un impostor. Empecé a llegar tarde a casa, a inventar reuniones y excusas para evitar las cenas familiares.

Un día encontré a mi madre llorando en la cocina.

—¿Por qué hiciste esto, hijo? —me preguntó entre sollozos—. El matrimonio no es un castigo ni una venganza.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que todo lo hice por orgullo? Que cada beso con Nadia era una puñalada más en mi propio corazón.

La situación empeoró cuando Nadia descubrió mensajes míos con María. No eran mensajes románticos; solo intentaba entender qué había fallado entre nosotros. Pero para Nadia fue suficiente para armar un escándalo frente a toda su familia.

—¡Nunca me amaste! ¡Solo me usaste para olvidar a esa mujer! —gritó lanzando mi celular contra la pared.

Su padre me echó de la casa esa misma noche. Volví al hogar de mis padres con la cabeza gacha y el corazón destrozado. Lucía me abrazó sin decir nada; mi madre solo rezaba por mí.

Pasaron semanas antes de atreverme a buscar a María. La encontré trabajando en una librería del centro, más delgada y con ojeras profundas.

—Alejo… ¿Qué haces aquí? —preguntó sorprendida.

—Tenía que verte. Tenía que pedirte perdón —dije con voz temblorosa—. Todo esto fue un error…

María me miró largo rato antes de responder:

—No puedes vivir tu vida tratando de herir a otros o huyendo del dolor. Yo también me equivoqué… pero cada uno debe cargar con sus decisiones.

Salí de la librería sintiéndome más vacío que nunca. Había perdido todo: el amor de mi vida, el respeto de mi familia y hasta mi propia dignidad.

Hoy escribo esto desde el cuarto donde crecí, rodeado de fotos viejas y recuerdos que duelen más que cualquier herida física. A veces escucho a mis padres discutir en voz baja sobre mi futuro; otras veces Lucía entra sin avisar solo para asegurarse de que sigo respirando.

Me pregunto si algún día podré perdonarme por haber dejado que el orgullo guiara mis pasos hasta este abismo. ¿Cuántos aquí han tomado decisiones solo para demostrar algo? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por una venganza disfrazada de amor?