Ya no soy su sirvienta: Mi lucha por respeto en mi propia familia
—¡Mamá, ¿dónde está mi camisa planchada?! —gritó Daniel desde el cuarto, mientras yo apenas terminaba de lavar los platos del desayuno. El sol apenas asomaba por la ventana de la cocina en nuestra casa de San Miguel de Tucumán, y ya sentía el peso del día sobre mis hombros.
—En el ropero, hijo —respondí, conteniendo el suspiro. Sabía que si no la encontraba, vendría a buscarme con esa mirada de fastidio que tanto me dolía.
Mientras tanto, Lucía, mi nuera, entró apurada con el pequeño Tomás en brazos. —Doña Rosa, ¿puede quedarse con el nene un rato más? Tengo que salir a hacer unas compras para la casa. —Ni siquiera esperó mi respuesta. Me dejó a Tomás en los brazos y salió como un torbellino.
Así era cada día desde que Daniel y Lucía se mudaron conmigo tras perder su trabajo en la fábrica. Yo, Rosa Martínez, viuda desde hace diez años, me convertí en el sostén silencioso de todos. Mi pensión apenas alcanzaba para cubrir los gastos, pero siempre encontraba la manera de estirar el dinero y el cariño.
Al principio, lo hacía con gusto. ¿Qué madre no quiere ayudar a su hijo cuando más lo necesita? Pero con el tiempo, las gracias se volvieron órdenes, los favores se transformaron en obligaciones y mi presencia se volvió invisible. Ya no era la madre ni la abuela querida; era la sirvienta de todos.
Recuerdo una tarde lluviosa en la que Tomás se enfermó. Pasé la noche en vela bajándole la fiebre con paños húmedos. Al amanecer, Lucía entró al cuarto y apenas murmuró: —Menos mal que usted está aquí, doña Rosa. Yo no puedo con todo esto sola. —Ni un gracias, ni una mirada de alivio. Solo ese tono seco que me hacía sentir menos que nada.
A veces escuchaba a Daniel y Lucía discutir en voz baja sobre mí:
—Tu mamá se mete en todo —decía ella.
—Bueno, pero sin ella no podríamos trabajar —respondía él.
Como si yo fuera un mueble útil, pero molesto. Una presencia necesaria, pero incómoda.
Una noche, mientras preparaba la cena, escuché a Tomás decirle a su madre:
—¿Por qué la abuela siempre está cansada?
Lucía le respondió sin mirarme:
—Porque ya está viejita, hijo. Pero igual tiene que ayudar.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Eso era yo ahora? ¿Una vieja cansada que solo sirve para ayudar?
El día que todo cambió fue un domingo. Había preparado empanadas para todos y puse la mesa con esmero. Cuando llamé a comer, nadie vino. Daniel estaba pegado al celular; Lucía veía una novela; Tomás jugaba con la tablet. Me senté sola frente a la mesa servida y las empanadas humeantes. Las lágrimas me nublaron la vista.
Esa noche no pude dormir. Recordé mis sueños de juventud: quería ser maestra rural, viajar por el país, conocer otros pueblos. Pero me casé joven con Raúl y pronto llegaron los hijos. Siempre postergué mis deseos por los demás. Ahora, ni siquiera tenía un poco de reconocimiento.
Al día siguiente, decidí hablar.
—Daniel, Lucía —dije con voz temblorosa mientras desayunaban— necesito que hablemos.
Ambos levantaron la vista sorprendidos.
—Estoy cansada —continué—. Siento que ya no soy parte de esta familia, solo alguien que está aquí para servirles. Quiero respeto. Quiero tiempo para mí. No puedo seguir así.
Daniel frunció el ceño:
—Mamá, ¿de qué hablas? Siempre te hemos cuidado…
—¿Cuidado? —interrumpí— No necesito que me cuiden como a una planta en una maceta. Necesito sentirme valorada.
Lucía bufó:
—Si no quiere ayudarnos más, dígalo de una vez.
Sentí rabia y tristeza mezcladas en mi pecho.
—Eso haré —respondí firme—. A partir de hoy, cada uno se hará cargo de sus cosas. Yo también tengo derecho a descansar y a vivir mi vida.
El silencio fue pesado como plomo. Daniel se levantó sin decir palabra y Lucía salió dando un portazo.
Esa tarde salí a caminar por la plaza del barrio. El aire fresco me llenó los pulmones y sentí una libertad olvidada. Me encontré con Marta, mi vecina de toda la vida.
—Te ves distinta, Rosa —me dijo—. ¿Todo bien?
Le conté lo sucedido entre lágrimas y risas nerviosas. Marta me abrazó fuerte:
—Ya era hora que te pusieras primero vos. Nosotras también valemos.
Esa noche dormí mejor que nunca. Al día siguiente, Daniel intentó hablar conmigo:
—Mamá… perdón si te hicimos sentir mal. No nos dimos cuenta…
Lo miré a los ojos:
—No es solo cuestión de darse cuenta, hijo. Es cuestión de cambiar.
Las cosas no mejoraron de inmediato. Hubo días tensos y silencios largos en la casa. Pero poco a poco empezaron a colaborar más: Daniel lavaba sus camisas; Lucía cocinaba algunos días; hasta Tomás me ayudaba a regar las plantas.
Yo empecé a ir al centro de jubilados del barrio; retomé mis clases de tejido; hasta me animé a viajar con unas amigas a Tafí del Valle por primera vez en mi vida.
Hoy miro atrás y me duele todo lo que permití por miedo a perder el cariño de mi familia. Pero aprendí que el amor propio también es necesario para poder amar a los demás.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo siguen siendo invisibles en sus propias casas? ¿Cuándo aprenderemos a decir basta antes de perdernos por completo?