Abandonado al Nacer: Las Cicatrices Invisibles de Emiliano
—¿Por qué nadie viene por mí? —me pregunté, con apenas cinco años, mientras veía cómo otros niños del albergue eran abrazados por familias sonrientes cada domingo. Yo, Emiliano, era el niño que siempre quedaba sentado en la esquina, con la mirada perdida y una carpeta médica demasiado gruesa para mi edad.
Nací en el Hospital General de Ciudad de México. Mi madre, una joven llamada Mariana, me dejó envuelto en una manta azul y nunca regresó. Los médicos decían que tenía una enfermedad rara: distrofia muscular congénita. No entendía lo que eso significaba, solo que mis piernas no respondían como las de los demás niños y que los adultos me miraban con lástima o miedo.
La primera vez que escuché la palabra «adoptar» fue de boca de la señora Rosa, la directora del albergue. —Emiliano, tienes que portarte bien. Tal vez una familia quiera llevarte a casa—. Pero los años pasaban y nadie preguntaba por mí. Los matrimonios que venían buscaban bebés sanos, niños risueños y sin antecedentes médicos complicados. Yo era invisible.
A los ocho años, aprendí a leer solo porque no quería depender de nadie para entender mis propios papeles médicos. Me hice amigo de los libros y de una enfermera llamada Lupita, quien me enseñó a reírme de mis propias limitaciones. —La vida es dura, mijo, pero tú eres más fuerte—, me decía mientras me ayudaba a ponerme los aparatos ortopédicos.
Pero la vida en el albergue era cruel. Los otros niños me apodaban «el cojo» o «el enfermito». Una tarde, mientras jugábamos fútbol en el patio, uno de ellos me empujó y caí al suelo. Sentí el dolor en mis rodillas y el ardor en mi pecho, pero lo que más dolió fue escuchar las risas. —¿Para qué juegas si ni puedes correr?— gritó Alan, el mayor del grupo. Esa noche lloré en silencio, apretando la manta azul que aún conservaba como único recuerdo de mi madre.
A los doce años, llegó al albergue una pareja: Don Ernesto y Doña Teresa. Eran humildes, venían de Iztapalapa y buscaban un hijo mayor porque no podían tener bebés. Me miraron diferente; no con lástima, sino con curiosidad y respeto. —¿Te gustaría venir a casa con nosotros?— preguntó Teresa con voz temblorosa. Sentí miedo y esperanza al mismo tiempo.
Los primeros meses con ellos fueron difíciles. No sabían cómo tratar mi enfermedad y yo no sabía cómo confiar en adultos que decían quererme. Una noche escuché a Ernesto discutir con Teresa:
—¿Y si no podemos darle lo que necesita? Los doctores dicen que va a empeorar…
—Pero nadie más lo va a cuidar como nosotros— respondió ella.
Me sentí una carga, un problema sin solución. Pero Teresa me abrazó esa noche y me susurró: —No eres un error, Emiliano. Eres nuestro milagro—.
En la secundaria sufrí aún más discriminación. Los maestros me ponían aparte en educación física y algunos compañeros evitaban sentarse conmigo por miedo a «contagiarse». Un día, cansado de todo, le grité a mi reflejo en el espejo: —¿Por qué yo? ¿Por qué nací así?—
La respuesta nunca llegó. Pero sí llegó un amigo: Julián, un chico callado que también vivía con sus abuelos porque sus padres estaban presos. Nos entendimos sin palabras; él sabía lo que era sentirse diferente y solo. Juntos formamos un pequeño refugio contra el mundo.
A los dieciséis años tuve mi primera crisis grave. Mis músculos dejaron de responder durante horas y terminé en el hospital público saturado de gente y carente de recursos. Vi a mi padre adoptivo llorar por primera vez:
—No te vayas, hijo…
Sobreviví, pero quedé más débil. Los médicos dijeron que debía usar silla de ruedas permanentemente. Sentí que mi mundo se derrumbaba otra vez.
La universidad parecía un sueño imposible para alguien como yo. Pero Teresa vendió su máquina de coser para pagarme el primer semestre en la UNAM. Estudié psicología porque quería entender el dolor humano y ayudar a otros como yo.
En la facultad conocí a Camila, una joven activista que luchaba por los derechos de las personas con discapacidad. Me invitó a participar en charlas y talleres. Por primera vez sentí que mi historia podía servir para algo más que causar lástima.
Un día, frente a un auditorio lleno, conté mi verdad:
—No soy menos por estar en una silla de ruedas ni por haber sido abandonado al nacer. Soy más fuerte porque aprendí a sobrevivir sin amor hasta encontrarlo donde menos lo esperaba.
Al terminar la charla, una madre se acercó llorando:
—Mi hijo también tiene una enfermedad rara… Gracias por darme esperanza.
Ese día entendí que mis cicatrices invisibles podían ser luz para otros.
Hoy tengo veintisiete años y trabajo como psicólogo en un centro comunitario en Nezahualcóyotl. Ayudo a niños y jóvenes que viven lo mismo que yo viví: abandono, discriminación y miedo al futuro.
A veces aún me pregunto si algún día conoceré a mi madre biológica o si entenderé por qué me dejó solo en aquel hospital. Pero he aprendido que la familia se construye con amor y no solo con sangre.
¿Hasta cuándo vamos a juzgar a quienes son diferentes? ¿Cuántos Emilianos más tienen que crecer sintiéndose invisibles antes de que cambiemos como sociedad?