Abuela de Todos, Menos de Mis Hijos: El Dolor de Sentirse Segunda Opción
—¿Otra vez vas a salir, mamá? —le pregunté, tratando de que mi voz no sonara tan rota como mi corazón.
Mi mamá, Teresa, ni siquiera levantó la mirada del bolso donde guardaba los juguetes y meriendas que preparaba cada mañana. —Sí, hija. Los papás de Emiliano me necesitan temprano hoy. Ya sabes cómo es—. Su tono era práctico, casi indiferente, como si no se diera cuenta de que yo estaba a punto de llorar.
Me quedé parada en la puerta de la cocina, con mi hija Lucía aferrada a mi pierna y el pequeño Tomás berreando en el corral. El olor a café recién hecho y pan calentito, que antes me traía recuerdos de infancia, ahora solo me revolvía el estómago. ¿Por qué mi mamá podía ser tan generosa con los hijos de otros y tan distante con los suyos?
No era la primera vez que le pedía ayuda. Desde que nació Lucía, hace cinco años, y luego Tomás, la vida se me volvió un torbellino de pañales, cuentas sin pagar y noches en vela. Mi esposo, Julián, trabaja en una fábrica de textiles y llega tan cansado que apenas puede cenar antes de quedarse dormido en el sofá. Yo, con mi trabajo remoto de asistente virtual, hago malabares para cumplir con todo. Pero cuando le pedí a mi mamá que cuidara a los niños unas horas para poder respirar, la respuesta fue siempre la misma: «No puedo, hija. Ya tengo compromiso con los niños de doña Marta o de la señora Claudia».
A veces pienso que mi mamá nunca dejó de ser la niñera del barrio. Desde que tengo memoria, la veía salir temprano con su uniforme azul y su termo de café, saludando a todos los vecinos. Los niños la adoraban. Era la abuela de todos: la que curaba rodillas raspadas, la que inventaba juegos, la que tenía paciencia infinita. Menos conmigo. Menos con mis hijos.
Una tarde, después de una discusión con Julián porque no podía llegar a tiempo a recoger a Lucía del jardín, me atreví a enfrentarla. —Mamá, ¿por qué puedes cuidar a los hijos de todos menos a tus nietos? ¿Qué tienen ellos que no tengan mis hijos?—
Ella me miró por fin, y en sus ojos vi algo que no supe descifrar: ¿culpa? ¿tristeza? ¿enojo? —No es eso, hija. Es que…— Se quedó callada, apretando el borde de la mesa. —Yo ya crié. Ya pasé por eso. Ahora necesito mi espacio, mi rutina. Y además…—
—¿Además qué?—
—No quiero que digas que me meto en cómo crías a tus hijos. Ya bastante tuvimos tú y yo cuando eras adolescente—. Su voz tembló un poco.
Me quedé helada. Recordé las peleas de mi juventud: yo rebelde, ella estricta. Pero pensé que el tiempo había curado esas heridas. ¿O no?
Esa noche no pude dormir. Escuchaba la respiración suave de mis hijos y pensaba en todas las veces que vi a mi mamá abrazando a otros niños, riendo con ellos, mientras a mí me costaba tanto arrancarle una caricia. ¿Será que nunca fui suficiente para ella? ¿Será que mis hijos tampoco lo son?
Los días pasaron y la distancia entre nosotras creció. En el grupo de WhatsApp de la familia, mi tía Carmen preguntó si alguien podía cuidar a su nieto porque su hija tenía turno doble en el hospital. Antes de que yo pudiera responder, mi mamá ya había escrito: “Yo puedo, mándamelo mañana”. Sentí una punzada en el pecho. ¿Por qué para todos sí y para mí no?
Un domingo, durante el almuerzo familiar, exploté. —¿Sabes lo que se siente ver que prefieres a los hijos de otros antes que a tus nietos?—
El silencio fue brutal. Mi papá bajó la cabeza. Mi hermano fingió mirar el celular. Mi mamá dejó el tenedor y me miró directo a los ojos. —No es preferencia, hija. Es… miedo. Miedo de fallarte otra vez. Miedo de que pienses que no soy suficiente como abuela, como madre. Con los otros niños es fácil: hago mi trabajo y ya. Pero contigo… contigo siempre siento que te debo algo—.
Las lágrimas me brotaron sin permiso. —Solo te pido que estés. Que mis hijos te conozcan como yo conocí a mi abuela—.
Mi mamá se levantó y me abrazó por primera vez en mucho tiempo. —Déjame intentarlo—, susurró.
Desde ese día, las cosas no cambiaron de la noche a la mañana. Pero poco a poco, mi mamá empezó a pasar más tiempo con Lucía y Tomás. Al principio, solo una hora a la semana. Luego, se animó a llevarlos al parque. A veces todavía prefiere cuidar a los hijos de otras familias; otras veces, se queda en casa conmigo y hablamos de todo lo que nunca dijimos.
Aún me duele pensar en todo lo que nos perdimos por miedo, orgullo o heridas viejas. Pero también entiendo que las abuelas, como las madres, son humanas: llenas de cicatrices y temores. No siempre pueden darnos lo que queremos, pero a veces, si les damos otra oportunidad, pueden sorprendernos.
¿Será que todas las familias tienen heridas invisibles que nadie se atreve a nombrar? ¿O solo la mía vive atrapada entre el amor y el miedo a fallar? ¿Ustedes también han sentido que su propia familia los pone en segundo lugar?