Bajo el mismo techo: Una noche de huida y esperanza
—¡Por favor, Mariana, ábrenos! —grité mientras la lluvia golpeaba mi rostro y mis hijos temblaban a mi lado, empapados y asustados. El portón de hierro vibraba bajo mis nudillos. Sentía el corazón a punto de salirse del pecho. Detrás de mí, los truenos parecían rugir con la misma furia que la que me había obligado a huir de casa esa noche.
Mariana apareció tras la reja, con el rostro pálido y los ojos llenos de preocupación. —¡Luz, qué pasó! ¿Por qué estás aquí a estas horas?—
—No puedo explicarte ahora, por favor, déjanos entrar —suplicaba mientras abrazaba a Emiliano y Camila, mis pequeños. Ellos lloraban en silencio, aferrados a mi falda.
De pronto, detrás de Mariana surgió Julián, su esposo. Su voz fue un cuchillo en la oscuridad:
—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué tanto escándalo?—
—Es Luz… necesita ayuda —dijo Mariana, titubeando.
Julián me miró de arriba abajo. Su mirada era dura, desconfiada. —No podemos meternos en problemas ajenos. Ya sabes cómo está la colonia últimamente. No quiero líos con la policía ni con nadie.—
Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Cómo podía negarme ayuda mi mejor amiga? ¿Cómo podía Julián ser tan frío? Pero Mariana dudó solo un segundo antes de abrir el portón y dejar que entráramos al zaguán.
—Solo será por esta noche —le susurró Mariana a Julián, pero él no respondió. Se fue a su cuarto dando un portazo.
Me senté en el suelo con mis hijos. Mariana me trajo toallas y ropa seca. Mientras los niños se cambiaban, ella me miró con lágrimas en los ojos.
—¿Te hizo algo otra vez? —preguntó en voz baja.
Asentí. No podía hablar; la garganta me ardía de tanto llorar y gritar antes de salir corriendo de casa. Mi esposo, Ricardo, había perdido el control una vez más. Esta vez no solo fueron gritos y amenazas: los golpes llegaron hasta los niños. No podía permitirlo más.
Mariana me abrazó fuerte. —Aquí estás segura. Mañana vemos qué hacemos.—
Pero esa noche fue larga. Julián no salió de su cuarto. Escuché cómo discutían en voz baja:
—No podemos cargar con sus problemas, Mariana. Si Ricardo viene aquí, ¿qué vamos a hacer? ¿Y si llama a la policía?—
—Es mi amiga, Julián. No puedo dejarla en la calle con sus hijos.—
—¿Y nuestra familia? ¿No te importa ponerlos en riesgo?—
Las palabras de Julián me dolían más que los golpes de Ricardo. Sentí vergüenza, rabia y miedo al mismo tiempo. ¿Era yo una carga para todos? ¿Acaso pedir ayuda era demasiado?
Esa madrugada no dormí. Miraba a mis hijos dormir en el sofá, tan pequeños e indefensos. Pensé en mi mamá allá en Veracruz, en cómo siempre me decía: “La familia es lo más importante”. Pero ¿qué pasa cuando la familia es quien te lastima? ¿A quién le pides ayuda cuando todos tienen miedo?
Al amanecer, Mariana preparó café y pan dulce. Me senté a la mesa con ella mientras los niños seguían dormidos.
—Luz, tienes que denunciarlo —me dijo con voz temblorosa.
—¿Y si me quitan a los niños? ¿Y si Ricardo viene por nosotros? No tengo trabajo ni dinero…—
Mariana tomó mi mano. —Yo te ayudo. Podemos buscar un refugio para mujeres o hablar con la tía Rosa; ella conoce a una abogada.—
En ese momento Julián entró a la cocina. Nos miró en silencio y luego se sirvió café.
—No quiero problemas aquí —dijo sin mirarme.— Pero tampoco voy a dejar que te pase algo peor.—
Sentí un pequeño alivio, pero también una tristeza profunda. Sabía que mi presencia estaba rompiendo algo entre ellos.
Esa mañana fue un desfile de llamadas y susurros. Mariana habló con su tía Rosa y luego con una trabajadora social del DIF. Me explicaron que podía pedir una orden de restricción contra Ricardo y que había un refugio temporal para mujeres como yo.
Mientras tanto, Emiliano preguntaba por su papá y Camila lloraba porque extrañaba su cama y sus juguetes. Yo trataba de ser fuerte frente a ellos, pero por dentro sentía que me desmoronaba.
Al mediodía tocaron el timbre. Todos nos sobresaltamos. Era Ricardo.
—¡Luz! ¡Sé que estás ahí! ¡Sal ahora mismo! —gritaba desde la calle.
Julián se puso pálido pero salió al zaguán.
—Aquí no tienes nada que buscar, compadre. Mejor vete antes de que llame a la policía.—
Ricardo gritó insultos y amenazas antes de irse dando portazos al portón.
Esa tarde llegó la patrulla y una trabajadora social nos escoltó hasta el refugio. Mariana me abrazó fuerte antes de irme.
—Perdóname por no poder hacer más —me susurró al oído.—
—Ya hiciste lo más importante: no me diste la espalda —le respondí entre lágrimas.
En el refugio sentí miedo pero también esperanza. Había otras mujeres como yo; algunas con historias peores, otras con sueños rotos pero aún vivos. Allí aprendí que pedir ayuda no es ser débil; es tener el valor de romper el ciclo.
Hoy sigo luchando por mis hijos y por mí misma. Mariana y yo seguimos siendo amigas, aunque sé que su matrimonio nunca volvió a ser igual después de aquella noche.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más están atrapadas entre el miedo y la soledad? ¿Cuántas puertas se cierran por miedo o por egoísmo? ¿Qué harías tú si tu mejor amiga tocara tu puerta en medio de la tormenta?