Bajo las escaleras: El secreto de Ksenia

—¡No te atrevas a decirle a nadie, Ksenia!— susurró Mariana, con los ojos llenos de lágrimas y la voz temblorosa, mientras apretaba mi brazo con fuerza bajo las escaleras del colegio. El bullicio del recreo apenas llegaba a ese rincón oscuro donde todo parecía más frío y lejano. Yo solo quería ir al baño antes de la siguiente clase, pero el destino tenía otros planes para mí ese día.

Mi nombre es Ksenia Ramírez. Nací en un pequeño pueblo de Veracruz, México, donde el calor y la humedad se mezclan con los chismes y los secretos. Mi mamá siempre decía que en los pueblos nada se esconde por mucho tiempo, pero ese día, bajo las escaleras de la Secundaria Técnica 14, sentí que estaba a punto de cargar con un secreto demasiado grande para mí.

Todo comenzó cuando escuché un susurro extraño. Me asomé y vi a Mariana y a Diego, el chico más popular del salón, discutiendo acaloradamente. Mariana lloraba y Diego, con su típica sonrisa arrogante, le decía:

—Si hablas, te juro que te va a ir peor.

Me quedé paralizada. No sabía si debía intervenir o salir corriendo. Pero cuando Diego se fue, Mariana me vio y supe que ya no había vuelta atrás. Me acerqué despacio.

—¿Estás bien?— pregunté, aunque la respuesta era obvia.

Ella negó con la cabeza y me abrazó tan fuerte que sentí su miedo metiéndose en mi piel. Me contó entre sollozos que Diego la estaba amenazando porque había descubierto que él vendía respuestas de los exámenes a los alumnos de tercero. Mariana era la mejor en matemáticas y Diego la había obligado a ayudarlo.

—No puedo más, Ksenia. Si mi mamá se entera…—

La entendí perfectamente. Su mamá era maestra en otra escuela y siempre le exigía ser perfecta. Yo también vivía con miedo a decepcionar a mi familia. Mi papá trabajaba en el ingenio azucarero y mi mamá vendía tamales en la esquina; todo lo que hacían era para que yo pudiera estudiar y tener una vida mejor.

Ese día no pude concentrarme en clase. La voz del profe Salazar se perdía entre mis pensamientos. ¿Qué debía hacer? Si contaba lo que sabía, Diego podría vengarse de nosotras. Pero si me quedaba callada, Mariana seguiría sufriendo.

Por la tarde, mientras ayudaba a mi mamá a envolver tamales, le pregunté sin dar detalles:

—¿Tú qué harías si supieras algo malo de alguien pero tienes miedo?

Ella me miró con esos ojos cansados pero sabios:

—El miedo es normal, hija. Pero hay cosas que no se pueden callar porque si no, uno se vuelve cómplice.

Esa noche casi no dormí. Soñé con Diego persiguiéndome por los pasillos del colegio, con Mariana llorando bajo las escaleras, con mi mamá decepcionada de mí.

Al día siguiente, Mariana me esperaba en la entrada.

—¿Lo vas a decir?— preguntó con voz apenas audible.

—No sé… Pero no podemos dejar que siga así.

Decidimos hablar con la orientadora escolar, la licenciada Torres. Nos temblaban las piernas cuando tocamos su puerta. Le contamos todo: las amenazas, los exámenes, el miedo. Ella nos escuchó en silencio y luego nos abrazó.

—Hicieron lo correcto. Ahora déjenme a mí.

Pero nada fue tan fácil como pensamos. Alguien vio salir a Mariana de la oficina de la orientadora y pronto todo el salón empezó a murmurar. Diego nos miraba con odio desde su banca. Un día me empujó en el pasillo y me susurró al oído:

—Te vas a arrepentir.

Empezaron los mensajes anónimos en mi mochila: «Sapa», «Metiche», «Te va a ir mal». Mariana dejó de hablarme por miedo a que la vieran conmigo. Me sentí más sola que nunca.

En casa fingía que todo estaba bien. No quería preocupar a mis papás. Pero una tarde mi papá me encontró llorando en el patio.

—¿Qué pasa, hija?—

No pude más y le conté todo. Él me abrazó fuerte y me dijo:

—La gente valiente no es la que no tiene miedo, sino la que actúa aunque tenga miedo.

Poco después, la dirección del colegio anunció una investigación sobre las ventas de exámenes y varios alumnos fueron suspendidos, incluido Diego. Pero el ambiente no mejoró para mí ni para Mariana. Muchos nos culpaban por «romper el código» del grupo.

Pasaron semanas difíciles. Perdí amigos, bajaron mis calificaciones y hasta pensé en cambiarme de escuela. Pero un día, al salir del colegio, una chica de primero se me acercó.

—Gracias por lo que hiciste. Ahora ya no tengo miedo de decir cuando algo está mal.

Esa frase me dio fuerzas para seguir adelante. Poco a poco, algunos compañeros empezaron a entender que lo correcto no siempre es lo más fácil ni lo más popular.

Hoy, años después, sigo recordando ese momento bajo las escaleras como el inicio de mi verdadera vida adulta. Aprendí que el silencio puede ser tan dañino como la mentira y que cada decisión tiene un precio.

A veces me pregunto: ¿Cuántos secretos más se esconden bajo las escaleras de nuestras escuelas? ¿Cuántos callamos por miedo? ¿Y si todos decidiéramos hablar?