Cinco años después: El eco de un amor que no supe ver
—¡No puedes seguir escapando, Alexandra! —gritó mi madre desde el otro lado de la puerta, su voz quebrada por la rabia y el cansancio. Yo apretaba los puños, sintiendo cómo el eco de sus palabras retumbaba en mi pecho. Afuera, el bullicio de la Ciudad de México seguía su curso, indiferente a mi tormenta interna.
Tenía veintitrés años cuando nació Emiliano. Recuerdo el frío de la sala del hospital privado, las luces blancas y la mirada dura de mi padre, Don Ernesto, un empresario que siempre creyó que los problemas se resolvían con dinero. «No te preocupes, hija. Nosotros nos encargamos. Tú termina la universidad», me dijo sin mirarme a los ojos. Y yo, cobarde, acepté.
Así pasaron cinco años. Cinco años en los que Emiliano creció entre niñeras, clases de inglés y tardes en el club, mientras yo me sumergía en la carrera de Derecho en la UNAM, salía con mis amigas a Polanco y fingía que era una joven como cualquier otra. Pero cada vez que veía a Emiliano dormido en su cuarto lleno de juguetes caros y paredes frías, sentía una punzada de culpa que ahogaba con excusas: «Lo hago por él. Para darle un mejor futuro».
Mi madre, Doña Lucía, nunca dejó de recordarme lo que estaba perdiendo. «Los niños no esperan, Alexandra. El tiempo no se recupera», me decía mientras le daba de comer a Emiliano. Yo solo rodaba los ojos y salía corriendo, temiendo enfrentarme a esa verdad incómoda.
Todo cambió una tarde lluviosa de junio. Estaba en la biblioteca preparando un examen cuando recibí la llamada. Era mi padre. Su voz, siempre firme, temblaba: «Alexandra, ven al hospital. Emiliano tuvo un accidente».
El trayecto fue un infierno. El tráfico detenido en Reforma, los cláxones ensordecedores y mi mente repitiendo una sola pregunta: ¿Y si lo pierdo? Al llegar, vi a mi madre con el rostro desencajado y los ojos hinchados. Me abrazó con una fuerza desesperada.
—Se cayó en las escaleras… —susurró—. Está en cirugía.
El tiempo se detuvo. Me senté en una silla dura del pasillo blanco, rodeada de médicos que iban y venían, ajenos a mi dolor. Recordé la última vez que vi a Emiliano esa mañana: apenas le di un beso en la frente antes de salir corriendo. «Mamá va a estudiar», le dije sin mirarlo a los ojos.
Las horas pasaron lentas y crueles. Mi padre caminaba de un lado a otro, mascullando maldiciones contra la niñera y el destino. Mi madre rezaba en silencio, apretando un rosario entre los dedos.
Finalmente, salió el médico. Su bata estaba manchada y su expresión era grave.
—Está estable, pero hay que esperar. El golpe fue fuerte —dijo—. Puede haber secuelas.
Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Corrí a la habitación donde Emiliano dormía rodeado de cables y máquinas. Tomé su mano pequeña y tibia entre las mías.
—Perdóname, hijo —lloré—. Perdóname por no estar aquí.
Esa noche no dormí. Me quedé velando junto a su cama, recordando cada momento perdido: sus primeras palabras que escuchó mi madre, sus pasos titubeantes que celebró la niñera, sus dibujos pegados en el refrigerador que yo apenas miraba al pasar.
Al amanecer, Emiliano abrió los ojos y me miró confundido.
—¿Mamá? ¿Te vas a quedar hoy? —preguntó con voz débil.
Me rompí por dentro.
—Sí, mi amor. No me voy a ir —le prometí.
Los días siguientes fueron una mezcla de esperanza y miedo. Los médicos decían que Emiliano podría recuperarse por completo si tenía suerte. Yo no me separé de él ni un segundo. Mi madre me miraba en silencio, como si por fin entendiera mi dolor.
Una tarde, mientras le leía un cuento a Emiliano, mi padre entró al cuarto con su habitual aire autoritario.
—Alexandra, tienes que volver a tus clases. No puedes perder el semestre —dijo seco.
Lo miré con rabia contenida.
—¿De qué sirve todo eso si pierdo a mi hijo? —le respondí—. ¿De qué sirve este departamento en Las Lomas, los carros nuevos y las becas si no sé ni qué le gusta desayunar?
Mi padre bajó la mirada por primera vez en años.
Esa noche discutimos como nunca antes. Mi madre defendía mi derecho a estar con Emiliano; mi padre insistía en que debía pensar en mi futuro profesional. Yo solo quería recuperar el tiempo perdido.
Cuando Emiliano salió del hospital semanas después, decidí dejar la universidad por un tiempo. Mis amigas no lo entendieron; algunas dejaron de hablarme. «Estás tirando tu vida por la borda», me decían en los chats del grupo. Pero yo ya no podía volver atrás.
Aprendí a prepararle hotcakes con caritas sonrientes, a curar sus rodillas raspadas y a leerle cuentos hasta que se quedaba dormido abrazado a mí. Descubrí que su color favorito era el verde porque le recordaba al parque donde jugábamos los domingos; que le daban miedo las tormentas pero se calmaba si le cantaba una canción inventada.
Mi relación con mis padres cambió para siempre. Mi madre se volvió mi aliada silenciosa; mi padre tardó meses en aceptar mi decisión, pero poco a poco empezó a entenderme. A veces lo encontraba mirando fotos viejas de Emiliano cuando era bebé y notaba un brillo extraño en sus ojos.
Un día cualquiera, mientras jugábamos con bloques en la sala, Emiliano me miró serio:
—¿Vas a irte otra vez?
Sentí un nudo en la garganta.
—No, hijo. Ya no más —le respondí abrazándolo fuerte.
Hoy han pasado cinco años desde aquel accidente. Volví a estudiar poco a poco; trabajo medio tiempo para poder estar con Emiliano todas las tardes. No tengo el mismo círculo social ni las mismas comodidades de antes, pero tengo algo mucho más valioso: el amor incondicional de mi hijo y la certeza de que nunca más dejaré que el miedo o las expectativas ajenas decidan por mí.
A veces me pregunto: ¿Cuántas madres como yo han tenido que perder casi todo para darse cuenta de lo esencial? ¿Cuántos hijos crecen esperando un abrazo que nunca llega? ¿Qué harías tú si tuvieras que elegir entre tus sueños y tu sangre?