Cisza antes de la tormenta: El eco de la sequía
—¡No te quedes ahí parado, Tomás! —gritó mi madre desde la galería, mientras el sol caía a plomo sobre el patio de tierra. El aire estaba tan quieto que hasta los perros buscaban sombra bajo el viejo camión oxidado. Cinco días sin una gota de lluvia y el maíz ya crujía seco en los campos, como si cada planta gimiera pidiendo auxilio.
Me limpié el sudor de la frente con la manga de la camisa y miré hacia el horizonte: ni una nube, ni una promesa de alivio. Mi padre, Don Ernesto, estaba sentado junto al pozo, mirando el agua bajar centímetro a centímetro. Sabía que no era solo el agua lo que se nos escapaba entre los dedos, sino también la esperanza.
—Mamá, no hay caso. Si no llueve hoy, perdemos todo —le dije, pero ella solo apretó los labios y siguió amasando pan como si pudiera espantar la mala suerte con cada golpe a la masa.
La sequía no era solo un problema del campo; era una sombra que se metía en la casa, en las conversaciones, en los sueños. Mi hermana menor, Lucía, apenas hablaba. Desde que papá empezó a beber más de la cuenta, ella se encerraba en su cuarto a escribir poemas que nunca mostraba.
Esa tarde, mientras intentaba regar con lo poco que quedaba en el tanque, escuché voces en la entrada. Era Don Ramón, el vecino, con su hijo Julián. Venían a pedirnos agua para sus vacas. Mamá los hizo pasar, pero papá se puso de pie y lo miró con esa mezcla de orgullo y resentimiento que solo tienen los hombres del campo.
—No hay agua ni para nosotros —dijo papá, seco como la tierra bajo sus botas.
Don Ramón bajó la cabeza. —Ernesto, somos vecinos desde hace veinte años. No te pido mucho, solo un poco para aguantar hasta mañana.
Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Cómo podíamos negarle agua a quien nos había ayudado tantas veces? Pero papá no cedió. Don Ramón se fue sin mirar atrás y Julián me lanzó una mirada que dolió más que cualquier palabra.
Esa noche, la tensión en casa era tan densa como el calor. Mamá sirvió polenta sin decir nada y papá bebió vino hasta quedarse dormido en la mesa. Lucía me miró con ojos grandes y tristes.
—¿Por qué todo tiene que ser tan difícil? —susurró.
No supe qué responderle. Afuera, el silencio era absoluto. Ni grillos, ni viento. Solo el crujido de la madera vieja y el eco de nuestras preocupaciones.
Al día siguiente, llegó una camioneta del gobierno provincial. Traían promesas y papeles para firmar. Un crédito para comprar semillas nuevas, dijeron. Pero todos sabíamos que esos créditos eran trampas: intereses altos y condiciones imposibles de cumplir.
Papá firmó igual. No había otra salida.
Esa tarde, mientras ayudaba a Lucía a juntar leña, me confesó algo que me dejó helado:
—Tomás… mamá quiere irse a la ciudad. Dice que aquí ya no hay futuro para nosotros.
Sentí un nudo en el estómago. ¿Dejar todo? ¿Abandonar la tierra donde nacimos?
—¿Y papá? —pregunté.
—Dice que él nunca se irá —respondió Lucía con voz temblorosa—. Que prefiere morir aquí antes que vivir en un departamento chico en Rosario.
Esa noche hubo gritos. Mamá lloraba en la cocina y papá golpeó la mesa tan fuerte que pensé que iba a romperse. Yo me encerré en mi cuarto y apreté los puños hasta que me dolieron las manos.
Al día siguiente, Julián vino a buscarme. Me llevó hasta el arroyo seco y se sentó a mi lado.
—Mi viejo dice que si esto sigue así nos vamos a Santa Fe. ¿Vos qué vas a hacer?
No supe qué decirle. Miré las piedras blancas del lecho seco y sentí una rabia sorda contra todo: contra el clima, contra los políticos que nunca cumplían sus promesas, contra mi padre por su orgullo y contra mí mismo por no saber qué hacer.
Pasaron dos semanas sin lluvia. El maíz se perdió y las vacas empezaron a morir de sed. Un día encontré a papá llorando solo en el galpón. Nunca lo había visto así: derrotado, pequeño.
—Perdón, hijo —me dijo sin mirarme—. Hice todo lo que pude.
Quise abrazarlo pero no pude. Había algo entre nosotros que no se podía romper tan fácil: años de silencios, de palabras no dichas.
Finalmente, mamá tomó una decisión. Una mañana nos despertó temprano y nos dijo:
—Nos vamos a Rosario. Conseguí trabajo limpiando en una escuela. No es mucho, pero es algo seguro.
Papá no dijo nada. Solo miró por la ventana como si esperara ver llover por última vez.
El día que nos fuimos, sentí que dejaba atrás no solo una casa sino toda una vida. Julián vino a despedirse y me abrazó fuerte.
—No te olvides de dónde venís —me dijo al oído—. Algún día va a llover otra vez acá.
En Rosario todo era distinto: el ruido, la gente apurada, los colectivos llenos. Mamá trabajaba todo el día y yo conseguí un empleo en un taller mecánico. Lucía empezó la secundaria y poco a poco volvió a sonreír.
Pero cada noche soñaba con el campo: con el olor a tierra mojada después de la lluvia, con los atardeceres rojos sobre los trigales, con el silencio antes de la tormenta.
A veces me pregunto si hicimos bien en irnos o si debimos quedarnos y pelear un poco más. ¿Cuántas familias más tendrán que abandonar sus tierras porque nadie escucha sus gritos? ¿Cuándo llegará esa lluvia que tanto esperamos?