Corazones Rotos y el Encanto de lo Prohibido

—¡Ya basta, mamá! —gritó Santiago, con los ojos llenos de rabia y lágrimas contenidas—. ¡No quiero escuchar más sermones!

Me quedé petrificada en la puerta de su cuarto, con la boleta escolar aún temblando en mi mano. El eco de su voz rebotó en las paredes de nuestra pequeña casa en San Miguel del Monte, un pueblo donde todos se conocen y los secretos pesan más que el calor del mediodía.

—¿Cómo que ya basta? ¡Apenas empiezo! —le respondí, tratando de mantener la calma, aunque por dentro sentía que el corazón se me partía en dos. La maestra Lucía me había dicho que Santiago estaba distraído, que no entregaba tareas y que últimamente parecía ausente. Pero lo que más me dolió fue escucharla decir: “No sé si es rebeldía o tristeza, señora Carmen”.

Santiago me miró con esos ojos oscuros que heredó de su padre, ese hombre que nos dejó cuando él tenía apenas cinco años. A veces pienso que todo el dolor que cargo se refleja en su mirada, como si él también estuviera cansado de luchar contra fantasmas.

—¿Por qué nunca estás de mi lado? —susurró Santiago, bajando la voz—. Siempre piensas lo peor de mí.

Sentí un nudo en la garganta. Quise acercarme, abrazarlo, pero él retrocedió como si mi amor fuera veneno. Me senté en el borde de su cama y respiré hondo.

—No es eso, hijo. Solo quiero lo mejor para ti. No quiero que termines como yo…

—¿Como tú? ¿Sola y amargada? —me interrumpió con crueldad.

Sus palabras me atravesaron como cuchillos. Recordé las noches en vela, los trabajos dobles para pagar la renta, las veces que tuve que decirle “no” porque simplemente no alcanzaba. Recordé también a mi madre, Doña Rosa, repitiéndome una y otra vez: “Las mujeres como nosotras no nacimos para ser felices”.

—No digas eso —le pedí, casi suplicando—. No sabes todo lo que he sacrificado por ti.

Él se encogió de hombros y se giró hacia la ventana. Afuera, el bullicio del mercado llegaba hasta nosotros: vendedores gritando ofertas, niños corriendo tras una pelota desinflada, la vida continuando como si nada pasara dentro de estas cuatro paredes.

—¿Y si yo no quiero ese sacrificio? ¿Y si quiero vivir mi vida a mi manera? —preguntó Santiago, sin mirarme.

Me quedé callada. ¿Cómo explicarle que el miedo me consume cada vez que pienso en su futuro? Que temo que repita mis errores o que caiga en las mismas trampas que yo no supe evitar.

—¿Por qué no confías en mí? —insistió él.

—Porque te amo demasiado —le respondí al fin, con la voz quebrada—. Y porque sé lo duro que es este mundo para los que sueñan diferente.

Santiago se levantó bruscamente y salió del cuarto. Escuché cómo azotaba la puerta del baño. Me quedé sola, abrazando su almohada, sintiendo el olor a colonia barata y a adolescencia confundida. Lloré en silencio, como tantas veces antes.

Esa noche cenamos en silencio. Mi madre nos observaba desde su silla junto a la ventana, tejiendo sin mirar realmente el tejido. De vez en cuando lanzaba miradas reprobatorias a Santiago, como si él fuera el único culpable de la tensión en la casa.

—En mis tiempos los hijos respetaban a sus madres —murmuró Doña Rosa—. Ahora todos creen que pueden hacer lo que se les da la gana.

Santiago apretó los labios y dejó el tenedor sobre la mesa.

—¿Puedo salir un rato? —preguntó sin mirarme.

Asentí con la cabeza. Lo vi salir y sentí un vacío enorme en el pecho. Mi madre suspiró.

—Te va a salir igualito al padre —dijo con amargura—. Ese muchacho siempre tuvo el diablo adentro.

No respondí. No quería discutir más. Solo quería entender dónde me había equivocado.

Pasaron los días y Santiago se volvió más distante. Llegaba tarde, apenas comía y evitaba cualquier conversación conmigo. Una tarde lo vi hablando con Camila, una chica del barrio conocida por meterse en problemas. Mi corazón se aceleró; temía que él estuviera buscando refugio donde solo encontraría más dolor.

Esa noche lo esperé despierta. Cuando entró a la casa, olía a cigarro y a perfume barato.

—¿Dónde estabas? —le pregunté con voz temblorosa.

—Con amigos —respondió seco.

—¿Con Camila?

Me miró desafiante.

—¿Y qué si sí? Al menos ella me escucha.

Sentí celos y miedo al mismo tiempo. ¿Qué podía ofrecerle esa chica que yo no pudiera?

—Santiago, tienes que entender que…

—¡No! ¡Tú tienes que entender! —me gritó—. No quiero ser como tú ni como la abuela. No quiero vivir con miedo ni resignado a una vida miserable.

Me quedé sin palabras. Vi cómo subía las escaleras y cerraba la puerta de su cuarto con llave.

Al día siguiente recibí una llamada del colegio. Santiago había sido sorprendido fumando marihuana en el baño junto a Camila y otros chicos. Sentí cómo el mundo se me venía abajo. Fui al colegio con el corazón en la mano y la vergüenza ardiendo en las mejillas.

La directora me recibió con una mirada dura.

—Señora Carmen, esto es grave. Si no pone límites ahora, después será demasiado tarde.

Salí del colegio sintiéndome la peor madre del mundo. Caminé bajo el sol abrasador hasta llegar al parque donde solía llevar a Santiago cuando era niño. Me senté en una banca y lloré desconsoladamente.

Recordé cuando era pequeño y me decía: “Mamá, cuando sea grande te voy a comprar una casa grande para que no trabajes tanto”. ¿En qué momento se rompió nuestro vínculo? ¿Cuándo dejé de ser su refugio para convertirme en su enemiga?

Esa noche decidí hablar con él sin gritos ni reproches. Entré a su cuarto y lo encontré sentado en la cama, mirando fotos viejas.

—¿Te acuerdas cuando fuimos al río? —le pregunté suavemente.

Él asintió sin mirarme.

—Yo también extraño esos tiempos —le confesé—. Pero no sé cómo acercarme a ti sin lastimarte.

Santiago levantó la vista y vi lágrimas en sus ojos.

—Solo quiero que confíes en mí —susurró—. No soy perfecto, pero tampoco soy malo.

Me acerqué despacio y lo abracé por primera vez en mucho tiempo. Lloramos juntos, dejando salir todo el dolor acumulado.

Desde esa noche empezamos a reconstruir nuestra relación poco a poco. No fue fácil; hubo recaídas y discusiones, pero también momentos de ternura y comprensión. Aprendí a escuchar más y juzgar menos; él aprendió a confiar en mí otra vez.

Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿Cuántas familias viven atrapadas entre expectativas imposibles y silencios dolorosos? ¿Cuántos corazones rotos podrían sanar si nos atreviéramos a hablar desde el amor y no desde el miedo?