Cuando el verdadero mago llegó a casa

—¿Quién anda ahí? —pregunté, apretando el estambre entre los dedos, cuando la puerta de lámina crujió bajo el viento helado de enero. El radio apenas murmuraba una ranchera vieja, y la casa olía a café recién hecho y a nostalgia. Mi nieta, Lupita, jugaba en el suelo con sus muñecas de trapo, ajena al frío y a los problemas de los adultos.

Pero esa noche no era como las otras. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda cuando vi la silueta de un hombre parado en el umbral. No era de por aquí; su sombrero era demasiado grande, su abrigo demasiado elegante para nuestro rancho polvoriento en las afueras de Zacatecas.

—¿Señora Rosa? —dijo con voz grave, y mi corazón se apretó. Nadie me llamaba así desde que mi esposo murió hace veinte años. Aquí todos me decían Rosita, con cariño y confianza.

—¿Quién es usted? —pregunté, sin soltar las agujas.

El hombre sonrió apenas, y sus ojos brillaron como si guardaran un secreto. —Vengo a cumplir una promesa —dijo—. Una promesa que le hice a su esposo, don Ernesto.

Sentí que el aire se volvía más pesado. Lupita se acercó a mí y me tomó la mano. —¿Abuelita, quién es ese señor?

No supe qué responderle. El hombre entró sin esperar invitación y se sentó frente a mí, como si conociera cada rincón de la casa. Sacó de su bolsillo una pequeña caja de madera tallada y la puso sobre la mesa.

—Aquí dentro está lo que don Ernesto me pidió que le entregara cuando llegara el momento —dijo, empujando la caja hacia mí.

La miré con desconfianza. —Mi esposo no tenía secretos conmigo —mentí, aunque en el fondo siempre sospeché que Ernesto guardaba algo más que recuerdos en su corazón.

El hombre me miró con compasión. —A veces, los secretos son necesarios para proteger a quienes amamos.

Lupita, curiosa, abrió la caja antes de que pudiera detenerla. Dentro había una carta amarillenta y una pequeña piedra azul que brillaba con una luz extraña.

—¿Qué es esto? —preguntó mi nieta.

El hombre se inclinó hacia ella y le susurró: —Es magia, niña. Magia verdadera.

Me reí nerviosa. —Aquí no creemos en esas cosas. Aquí se trabaja duro para sobrevivir.

Pero mientras hablaba, sentí que algo cambiaba en el ambiente. La radio dejó de sonar, el viento afuera se calmó y la casa entera pareció contener la respiración.

Abrí la carta con manos temblorosas. Reconocí la letra de Ernesto al instante:

«Rosa: Si estás leyendo esto, es porque ya no estoy contigo. Sé que te fallé muchas veces, pero nunca dejé de amarte. Esta piedra es un recuerdo de mi madre, quien decían era bruja en su pueblo. Guárdala bien; te protegerá cuando más lo necesites. Perdóname por los silencios y las ausencias. Siempre tuyo, Ernesto.»

Las lágrimas me nublaron la vista. Recordé todas las noches que Ernesto llegaba tarde, oliendo a mezcal y a tierra mojada, diciendo que tenía que resolver asuntos importantes en el pueblo vecino. Siempre sospeché que había otra mujer o algún vicio oculto, pero nunca imaginé que fuera algo así.

El hombre me miró con ternura. —Su esposo era un hombre bueno, pero tenía miedo de que usted no entendiera su pasado.

—¿Y usted quién es? —insistí.

Él sonrió tristemente. —Solo soy un mensajero. Pero también soy mago, como lo fue la madre de don Ernesto.

Lupita abrió los ojos como platos. —¿De verdad puede hacer magia?

El hombre asintió y chasqueó los dedos. De pronto, la piedra azul flotó en el aire y giró lentamente sobre la mesa, iluminando todo con una luz suave y cálida.

Mi hija Mariana entró corriendo desde el patio al ver la luz extraña. —¡Mamá! ¿Qué está pasando aquí?

No supe qué decirle. Mariana siempre fue escéptica, práctica hasta el cansancio desde que su marido la abandonó y tuvo que criar sola a Lupita trabajando en la maquiladora.

—Mamá, ¿qué es eso? ¿Quién es este señor?

El hombre se puso de pie y se inclinó ante Mariana. —Solo vine a entregar un mensaje del pasado para ayudarles a sanar el presente.

Mariana bufó con incredulidad. —Aquí no necesitamos magia ni cuentos de brujas. Lo que necesitamos es dinero para pagar la luz y comida para mañana.

Sentí vergüenza y rabia al mismo tiempo. ¿Por qué Ernesto nunca me contó nada? ¿Por qué ahora tenía que enfrentarme a esto delante de mi hija y mi nieta?

El hombre recogió su sombrero y se dirigió a la puerta. —La magia no siempre resuelve los problemas materiales, pero puede ayudarles a encontrar lo que han perdido: la esperanza.

Antes de irse, me miró fijamente: —No tenga miedo de perdonar ni de aceptar lo que no entiende.

Cuando se fue, Mariana explotó:

—¡Esto es una locura! ¿Ahora resulta que papá era hijo de una bruja? ¿Y tú le crees a ese charlatán?

Lupita abrazó la piedra azul contra su pecho. —A mí me gusta la magia, mami. Quizá nos ayude a ser felices otra vez.

Esa noche no dormí. Me senté junto a la ventana viendo cómo la piedra azul brillaba suavemente en la oscuridad. Pensé en todas las veces que juzgué a Ernesto sin saber lo que cargaba en el alma; en todas las palabras no dichas entre Mariana y yo; en los sueños rotos por el miedo y el orgullo.

Al amanecer, decidí preparar chocolate caliente para todos. Cuando Mariana bajó a desayunar, le tendí una taza sin decir nada. Ella aceptó en silencio y se sentó frente a mí.

—Mamá… —dijo al fin— ¿tú crees que papá nos quiso proteger o solo tenía miedo?

No supe qué responderle. Quizá ambas cosas eran ciertas.

Lupita entró corriendo con la piedra azul en la mano y una sonrisa radiante.

—Abuelita, soñé con el abuelo Ernesto. Me dijo que todo va a estar bien si nos cuidamos unas a otras.

La abracé fuerte, sintiendo por primera vez en años una paz extraña pero reconfortante.

Ahora sé que los secretos pueden doler, pero también pueden sanar si aprendemos a mirarlos con amor y no solo con resentimiento.

¿Ustedes qué harían si descubrieran un secreto así en su familia? ¿Perdonarían o dejarían que el orgullo les impida sanar?