Cuando la verdad duele: El relato de Camila y la justicia en Bogotá
—¡Señorita, deténgase ahí mismo!—. La voz retumbó en la esquina oscura de la Calle 72, justo cuando yo apuraba el paso para llegar a casa. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que podía oírse por encima del bullicio de Bogotá. Me llamo Camila Torres, tengo 24 años y esa noche, como tantas otras, volvía de mi trabajo en la panadería de doña Mariela. Pero esa noche no fue como las demás.
—¿Qué pasa, oficial?— pregunté, tratando de mantener la voz firme mientras dos policías se acercaban con linternas encendidas y miradas duras. Uno de ellos, el más joven, me miró de arriba abajo como si buscara algo que no existía.
—¿Por qué camina sola a esta hora? Muéstreme su cédula—. El otro, más corpulento, se cruzó de brazos esperando que yo temblara. Pero no lo hice. Saqué mi cédula con manos temblorosas y se la entregué.
—Vengo del trabajo, vivo a dos cuadras de aquí— respondí, sintiendo cómo la rabia y el miedo se mezclaban en mi pecho.
El oficial revisó mi documento, lo giró entre sus dedos y me miró con desconfianza. —¿Y si revisamos su bolso?—
Sentí una punzada de indignación. Sabía que tenía derecho a negarme, pero también sabía lo que podía pasar si lo hacía. En Colombia, como en tantos países de Latinoamérica, los derechos a veces son solo palabras bonitas en un papel.
—No tengo nada que esconder— dije, abriendo mi bolso con resignación. Sacaron todo: mi monedero roto, el libro de poemas de Piedad Bonnett que llevaba para leer en el bus, una barra de pan duro para mi mamá.
—¿Y esto?— preguntó el joven, levantando el libro como si fuera una prueba de delito.
—Es poesía— respondí con voz baja. —¿Eso es ilegal ahora?—
El mayor soltó una risa seca. —No se ponga altanera, señorita. Uno nunca sabe con quién se encuentra en la calle.—
Sentí las lágrimas ardiendo detrás de mis ojos, pero me negué a dejarlas caer frente a ellos. Me devolvieron mis cosas y se marcharon sin una disculpa, como si nada hubiera pasado. Caminé a casa con las piernas temblando y la dignidad hecha trizas.
Al llegar, mi mamá estaba sentada en la mesa, esperando con una taza de agua de panela caliente. —¿Por qué llegaste tarde?— preguntó preocupada.
Me senté a su lado y le conté todo. Ella suspiró y me abrazó fuerte. —Así es este país, hija. Pero no podemos dejar que nos quiten la voz.—
Esa noche no dormí. Pensé en todas las veces que había visto noticias sobre abusos policiales: jóvenes golpeados en protestas, mujeres humilladas en retenes, madres llorando por hijos desaparecidos. Pensé en mi hermano Julián, que había sido detenido injustamente durante una manifestación estudiantil el año pasado. Recordé cómo mi papá siempre decía: «Aquí la justicia es para los que tienen plata o conocidos».
Al día siguiente, fui a trabajar como siempre, pero algo había cambiado dentro de mí. No podía quedarme callada. Durante el almuerzo, le conté a doña Mariela lo que había pasado. Ella me miró con tristeza y rabia.
—Eso le pasó a mi sobrina también— dijo bajito. —La pararon solo por ser joven y morena.—
La noticia corrió rápido entre las vecinas del barrio. Pronto supe de otras historias: a Lucía la habían requisado saliendo del colegio; a don Ernesto lo golpearon porque no quiso dar «una colaboración»; a mi amiga Paola la insultaron por defenderse.
Una tarde, mientras barría la acera frente a la panadería, Julián se acercó con su guitarra al hombro y los ojos llenos de fuego.
—¿Hasta cuándo vamos a aguantar esto?— me preguntó.
No supe qué responderle. Tenía miedo, pero también rabia. Decidimos reunirnos con otros jóvenes del barrio para hablar del tema. Nos encontramos en el parque, bajo la mirada curiosa de los vecinos y el acecho silencioso de una patrulla estacionada cerca.
Allí escuché historias peores que la mía: golpes, amenazas, extorsiones disfrazadas de «procedimientos». Sentí una mezcla de impotencia y solidaridad. No éramos solo víctimas; éramos testigos y sobrevivientes.
Julián propuso escribir una carta colectiva al periódico local denunciando los abusos. Dudé al principio: ¿de qué serviría? Pero cuando vi los ojos esperanzados de mis vecinos, supe que no podíamos quedarnos callados.
Esa noche escribimos juntos la carta. Cada palabra era un grito ahogado: «Exigimos respeto», «No somos delincuentes por caminar tarde», «Queremos vivir sin miedo».
La carta fue publicada una semana después. Al principio sentí miedo: ¿y si los policías se enteraban? ¿Y si tomaban represalias? Pero luego llegaron mensajes de apoyo: estudiantes universitarios, madres comunitarias, hasta un profesor jubilado nos felicitó por el valor.
Sin embargo, no todo fue fácil. Un día encontré pintadas en la puerta de mi casa: «Sapa», «Cállate». Mi mamá lloró y me pidió que dejara todo así.
—No quiero perderte como perdí a tu papá— susurró entre sollozos.
La amenaza era real; el miedo era real. Pero también lo era la dignidad herida que me impulsaba a seguir hablando.
Con el tiempo, logramos organizar talleres sobre derechos humanos en el barrio. Invitamos a abogados jóvenes que nos explicaron cómo actuar ante un abuso policial. Poco a poco, más personas se animaron a contar sus historias y exigir respeto.
A veces me pregunto si valió la pena enfrentar tanto miedo y dolor solo por decir la verdad. Pero cada vez que veo a una vecina caminar tranquila por la calle o escucho a un niño preguntar «¿qué son mis derechos?», siento que sí valió la pena.
Hoy sigo viviendo con miedo, pero también con esperanza. Porque aprendí que el silencio solo protege al abusador y que la dignidad no se negocia ni se mendiga: se defiende.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos callen? ¿Cuántas voces más tienen que romperse antes de que algo cambie? ¿Y tú… te atreverías a hablar?