Cuando la vida apenas comienza: Historia de Camila

—¡Mamá, voy saliendo!— gritó Tomás desde la sala, su voz vibrando con esa mezcla de entusiasmo y prisa que sólo tienen los adolescentes. Escuché el golpe suave de la puerta al cerrarse y el eco de sus pasos bajando las escaleras del edificio. Me quedé parada en medio de la cocina, con las manos húmedas por el agua y el corazón apretado por una angustia que no sabía explicar.

No era miedo a que le pasara algo en la calle —aunque en Medellín nunca se puede estar tranquila del todo—. Era miedo a que fuera feliz, a que viviera con esa libertad que yo nunca tuve. ¿Será que uno puede envidiarle la felicidad a su propio hijo?

Me llamo Camila Restrepo. Tengo 36 años y una vida marcada por las cicatrices invisibles de la violencia familiar. Mi historia no es única en este país, pero sí es mía. Nací en un barrio popular de Medellín, donde las balaceras eran más comunes que los juegos en la calle. Mi papá era taxista y mi mamá vendía arepas en la esquina. Pero lo que más recuerdo de mi infancia no son los olores ni los sonidos del barrio, sino los gritos. Los gritos de mi papá cuando llegaba borracho y descargaba su rabia contra mi mamá… y a veces contra mí.

—¡Camila, apúrate con ese arroz! ¿O es que te tengo que enseñar a golpes?—

A veces me pregunto si alguna vez fui niña. Si alguna vez tuve derecho a soñar con algo más que sobrevivir un día más. A los 15 años conocí a Julián. Tenía 19, una sonrisa torcida y una moto vieja que rugía como un león. Me enamoré porque era lo único que podía salvarme de esa casa. O eso creía yo.

—Vámonos lejos, Cami. Yo te cuido— me prometió una noche, mientras veíamos las luces de la ciudad desde el mirador de Las Palmas.

Me fui con él sin mirar atrás. Pero la libertad duró poco. Julián era celoso, posesivo, y pronto descubrí que el amor también podía doler. Cuando quedé embarazada de Tomás, tenía 17 años y una maleta llena de ropa prestada y sueños rotos.

Mi mamá me recibió de vuelta en su casa sin decir palabra. Sólo me abrazó fuerte y me preparó chocolate caliente. Mi papá ya no estaba; se había ido con otra mujer y nunca volvió a buscarnos.

Criar a Tomás sola fue como remar contra la corriente todos los días. Trabajé limpiando casas, vendiendo empanadas en la universidad, cuidando niños ajenos mientras el mío dormía solo en casa. Hubo noches en las que lloré en silencio para no despertarlo. Hubo días en los que pensé en rendirme.

Pero Tomás… él siempre fue mi luz. Un niño alegre, curioso, con esa risa contagiosa que me recordaba que valía la pena seguir luchando.

Hoy tiene 17 años, la misma edad que yo tenía cuando lo tuve a él. Y cada vez que lo veo salir con sus amigos, con esa despreocupación tan suya, siento una mezcla de orgullo y terror. ¿Habré hecho lo suficiente para que no repita mi historia? ¿O el destino está escrito para todos los Restrepo?

Esta noche, mientras lavo los platos y escucho la radio vieja tararear un vallenato triste, mi mente viaja al pasado sin permiso. Recuerdo la última vez que vi a Julián. Fue hace cinco años, cuando vino a buscar a Tomás después de años de ausencia.

—Déjame verlo, Camila. Es mi hijo también—

—¿Ahora sí te acuerdas? Cuando necesitábamos leche o para pagar el colegio nunca apareciste—

—He cambiado…

No le creí. Y Tomás tampoco quiso verlo. Cerró la puerta de su cuarto y puso música a todo volumen para no escuchar nuestros gritos.

Desde entonces, Julián no volvió a aparecer. Y yo aprendí a no esperar nada de nadie.

A veces siento que he criado a Tomás dentro de una burbuja de miedo y sobreprotección. No quiero que sufra lo mismo que yo, pero tampoco quiero asfixiarlo. ¿Cómo se aprende a soltar?

Mi hermana menor, Valeria, siempre me dice:

—Cami, tienes que confiar en él. No todos los hombres son como papá o Julián.

Pero yo sólo sé cuidar con uñas y dientes lo poco que tengo.

Esta noche me siento especialmente sola. El apartamento está en silencio y sólo se escucha el zumbido lejano del tráfico en la avenida Oriental. Me asomo por la ventana y veo las luces de la ciudad titilar como luciérnagas nerviosas. Pienso en todas las madres solteras del país, en todas las mujeres que han tenido que ser fuertes porque no les quedó otra opción.

El celular vibra sobre la mesa: un mensaje de Tomás.

«Mami, ya llegué al cine. No te preocupes ❤️»

Sonrío entre lágrimas. Me siento orgullosa de él… pero también asustada por todo lo que le falta vivir.

Recuerdo cuando tenía cinco años y me preguntó:

—¿Por qué no tengo papá como los otros niños?

Le mentí diciendo que su papá estaba lejos trabajando para darle un futuro mejor. Hoy sé que algún día tendré que contarle toda la verdad.

La puerta se abre de golpe y Tomás entra corriendo, empapado por la lluvia repentina.

—¡Mamá! Se nos mojó todo viendo la película… ¡pero estuvo buenísima! ¿Me guardaste arroz con pollo?

Lo abrazo fuerte antes de responderle cualquier cosa. Siento su corazón latiendo rápido contra mi pecho y por un instante me permito creer que todo estará bien.

—Claro, mi amor… siempre hay arroz con pollo para ti.

Mientras ceno con él en la mesa pequeña de nuestra cocina, pienso en todas las veces que quise rendirme y no lo hice por él. Pienso en todas las mujeres como yo, luchando cada día para darles a sus hijos una vida mejor.

¿Será posible romper el ciclo? ¿O estamos condenados a repetir las historias de nuestros padres? ¿Ustedes qué piensan? ¿Cómo se aprende a confiar cuando toda la vida has tenido miedo?