De la Tierra al Asfalto: Cuando Me Dijeron ‘Tú No Eres de Aquí’

—¿Y tú de dónde eres? —me preguntó el chofer del microbús, mirándome por el retrovisor con una ceja levantada mientras yo intentaba meter mi tarjeta en el lector, sin éxito.

—De San Miguel del Río, Jalisco —respondí, sintiendo cómo el acento se me escapaba entre los dientes, como si fuera un pecado.

El microbús arrancó con un brinco y casi caigo sobre una señora que cargaba bolsas del mercado. “Aquí no se paga así, muchacho”, murmuró ella, sin mirarme. Me sonrojé, apretando la mochila contra el pecho. Era mi primera semana en la Ciudad de México y ya había escuchado esa frase tres veces: “Tú no eres de aquí”.

Hasta los dieciocho años, mi mundo era un pueblo de quince mil almas donde todos sabían mi nombre y el de mi abuela. El camión pasaba tres veces al día y si llegabas tarde, Don Chucho te esperaba porque sabía que ibas a la secundaria. El edificio más alto era el molino viejo, ahora museo, y los domingos eran para misa y birria en la plaza. Pero aquí, en esta ciudad infinita, yo era un desconocido más entre millones.

La primera noche en la casa de estudiantes, no pude dormir. El ruido de los coches, las sirenas lejanas y hasta el zumbido del refrigerador me parecían gritos. Extrañaba el silencio del campo, el olor a tierra mojada después de la lluvia. Mi mamá me llamó por videollamada y apenas vi su cara, se me quebró la voz.

—¿Cómo estás, hijo?

—Bien, ma… sólo que aquí todo es muy diferente. Nadie te saluda en la calle.

Ella sonrió con tristeza. —Acuérdate de lo que te dijo tu papá: “Donde vayas, lleva tu tierra contigo”.

Pero ¿cómo llevar mi tierra si aquí hasta mi acento era motivo de burla? En la universidad, los compañeros me imitaban cuando hablaba. “¡Ay, qué bonito hablas!”, decían entre risas. Yo fingía reírme también, pero por dentro sentía que cada palabra me alejaba más de ellos.

Un día, en clase de literatura latinoamericana, la profesora pidió que habláramos sobre nuestras raíces. Me armé de valor y conté cómo mi abuela me enseñó a leer con corridos y cartas viejas. Cuando terminé, un chico del DF murmuró: “Qué provinciano”. Sentí que me encogía en la silla.

La soledad se volvió mi sombra. Caminaba por las calles atestadas de gente y nadie me veía. En el pueblo, bastaba con salir a la tienda para encontrarme a Doña Lucha o a mis primos; aquí podía pasar días sin hablar con nadie fuera de clase. El dinero apenas alcanzaba para las tortillas y el frijol. A veces pensaba en regresar, pero entonces recordaba las palabras de mi papá: “La ciudad es dura, pero también enseña”.

Las cosas empeoraron cuando mi papá enfermó. Mi mamá me llamó llorando: “Tu papá está en el hospital”. Quise tomar el primer camión a Jalisco, pero no tenía ni para el boleto. Lloré esa noche como nunca antes. Sentí culpa por no estar allá, por haberlos dejado solos.

En medio de esa tristeza, conocí a Lucía. Ella también venía de un pueblo en Oaxaca y trabajaba en una cafetería cerca de la universidad. Un día me oyó pedir café con mi acento y sonrió:

—¿De dónde eres? —preguntó.

—De Jalisco… ¿y tú?

—De Oaxaca. Aquí todos creen que somos iguales, pero cada quien trae su historia.

Nos hicimos amigos. Con ella aprendí que no estaba solo; había muchos como nosotros, luchando por encajar sin perderse. Empezamos a reunirnos los viernes con otros estudiantes foráneos: una chica de Chiapas, un chavo de Veracruz, otro de Sonora. Compartíamos historias, comida y nostalgia.

Un viernes llevé birria que preparé con una receta que me mandó mi mamá por WhatsApp. Cuando probé el primer bocado, cerré los ojos y sentí que estaba en casa. Los demás también compartieron platillos: tlayudas, tamales, pescado zarandeado. Entre risas y anécdotas descubrimos que nuestras diferencias nos unían más de lo que pensábamos.

Pero la ciudad seguía poniendo pruebas. Un día saliendo de la universidad, dos tipos intentaron asaltarme. Me quitaron el celular y la mochila. Cuando fui a poner la denuncia, el policía me miró con desdén:

—¿Y tú qué hacías por esa colonia? ¿No sabes que ahí no es para gente como tú?

Salí furioso y asustado. Esa noche llamé a mi mamá y le dije que ya no podía más.

—Hijo —me dijo—, nadie dijo que sería fácil. Pero acuérdate: tú vales por lo que eres, no por dónde naciste.

Poco a poco fui encontrando mi lugar. Aprendí a moverme en metro sin perderme (bueno, casi siempre), a pedir las cosas “para llevar” en vez de “para comer aquí”, a decir “chido” en vez de “padre”. Pero nunca dejé de hablar con mi acento ni de contar mis historias del pueblo.

En el último semestre conocí a Mariana, una chilanga orgullosa que se burló de mí la primera vez que le hablé… pero después se enamoró de mis historias y mi sazón jalisciense. Con ella aprendí que la ciudad puede ser cruel pero también generosa; que uno puede ser foráneo y aún así pertenecer.

Hoy camino por estas calles y ya nadie me dice “tú no eres de aquí”. Pero yo sé quién soy: soy hijo del campo y habitante del asfalto; soy las dos cosas y ninguna al mismo tiempo.

A veces me pregunto: ¿cuántos más como yo andan perdidos entre dos mundos? ¿Cuándo aprenderemos a vernos sin prejuicios? ¿Y ustedes… alguna vez sintieron que no pertenecían?