El Abrazo de la Esperanza: La Historia de Karina y Doña Mercedes
—¿Por qué a mí? —susurré, apretando la sábana con los dedos helados. El zumbido de la lámpara apenas iluminaba mi rostro, pero sentía el peso de la noche sobre el pecho, más fuerte que el dolor que me trajo aquí. Afuera, los gritos lejanos de la ciudad se mezclaban con el eco de mi propia tristeza. Tenía quince años y ya había perdido todo: mamá, papá, mi casa en Iztapalapa, hasta mi perro Chato. Un accidente absurdo en la carretera de Puebla me dejó sola en el mundo.
El hospital era mi nuevo hogar. Las paredes descascaradas y el olor a desinfectante me recordaban cada minuto que no pertenecía a ningún lugar. Los otros niños del albergue decían que aquí uno podía desaparecer y nadie se daba cuenta. Yo no quería desaparecer, pero tampoco sabía cómo seguir existiendo.
La primera vez que vi a Doña Mercedes fue una madrugada. Entró al cuarto arrastrando los pies, con su bata azul desteñida y una mirada cansada pero firme. —¿No puedes dormir, mija? —preguntó sin rodeos. Negué con la cabeza, tragando lágrimas. Ella se sentó a mi lado y me acarició el cabello como lo hacía mi mamá cuando tenía fiebre.
—La vida es dura, Karina —dijo en voz baja—. Pero aquí seguimos, ¿no? A veces solo necesitamos que alguien nos escuche.
No respondí. No sabía si quería hablar o gritar. Pero esa noche, por primera vez desde el accidente, sentí que alguien veía mi dolor.
Los días pasaron lentos. Las enfermeras iban y venían, pero Doña Mercedes siempre encontraba un momento para sentarse conmigo. Me contaba historias de su infancia en Veracruz, de cómo llegó a la ciudad buscando trabajo y terminó cuidando enfermos porque “nadie más quería hacerlo”. Me hablaba de su hijo, Julián, que se fue a Estados Unidos y nunca volvió a llamarla.
—A veces los hijos se pierden —decía—. Pero uno nunca deja de quererlos.
Yo pensaba en mis padres todo el tiempo. En cómo mi papá me enseñó a andar en bicicleta en el parque de La Viga, en las tortillas calientitas que hacía mi mamá los domingos. Ahora solo tenía recuerdos y un dolor punzante en el pecho que los doctores no sabían explicar.
Una tarde, mientras afuera llovía a cántaros y las goteras hacían charcos en el pasillo, escuché a dos médicos hablar cerca de la puerta:
—La niña no tiene familia —decía uno—. El DIF está saturado. ¿Qué vamos a hacer con ella?
Sentí un frío recorrerme la espalda. ¿Qué iban a hacer conmigo? ¿Me dejarían aquí hasta que me olvidaran?
Esa noche no pude dormir. Cuando Doña Mercedes entró para darme mi medicina, le pregunté con voz temblorosa:
—¿Qué va a pasar conmigo?
Ella suspiró y me tomó la mano.
—No lo sé, Karina. Pero mientras yo esté aquí, no vas a estar sola.
A veces me preguntaba por qué le importaba tanto una niña como yo. Había otros pacientes más graves, niños más pequeños, ancianos solos. Pero ella siempre volvía conmigo.
Un día llegó con una bolsa de pan dulce envuelta en servilletas.
—Te traje una concha —sonrió—. Mi mamá decía que el pan cura el alma.
Reí por primera vez en semanas. El azúcar se pegó en mis labios y sentí un calorcito en el corazón.
Pero no todo era consuelo. Una tarde escuché a la jefa de enfermeras regañar a Doña Mercedes:
—No puedes encariñarte tanto con los pacientes. No es profesional.
Doña Mercedes bajó la cabeza pero no respondió. Cuando entró a mi cuarto esa noche, tenía los ojos rojos.
—¿Te van a correr? —pregunté asustada.
—No lo sé —susurró—. Pero si eso pasa… buscaré la forma de verte.
El miedo volvió a apretarme el pecho. No quería perderla también.
Pasaron semanas entre análisis, inyecciones y noches interminables. A veces soñaba con mis padres y despertaba llorando. Otras veces me aferraba al olor del café que traía Doña Mercedes por las mañanas.
Un día llegó una trabajadora social del DIF. Me miró con lástima y me habló como si fuera invisible:
—Vamos a buscarte un lugar en una casa hogar… pero hay lista de espera.
Doña Mercedes estaba ahí, escuchando todo desde la puerta. Cuando la mujer se fue, se acercó y me abrazó fuerte.
—No voy a dejar que te lleven a cualquier lado —me prometió—. Si hace falta, te llevo conmigo.
No sabía si hablaba en serio o solo quería tranquilizarme. Pero esa noche recé por primera vez desde el accidente: recé para no perderla también.
Los días siguientes fueron una mezcla de esperanza y miedo. Doña Mercedes empezó a llenar papeles, hablar con doctores y hasta con un sacerdote del hospital. Yo veía cómo luchaba por mí mientras todos los demás parecían resignados a dejarme ir.
Una mañana llegó con una sonrisa cansada pero feliz:
—Karina… ¿quieres venirte a vivir conmigo?
No supe qué decir. Lloré tanto que me dolió la cabeza. Ella también lloró y me abrazó como si fuera su propia hija.
No fue fácil convencer a las autoridades. Hubo entrevistas, visitas al pequeño departamento de Doña Mercedes en Iztacalco, preguntas incómodas sobre su edad y su salario como enfermera jubilada. Pero ella nunca se rindió.
El día que salí del hospital llevaba puesta una blusa vieja que ella me prestó y una bolsa con mis pocas cosas: un cuaderno, una foto rota de mis padres y la concha que guardé como tesoro.
La vida con Doña Mercedes no era perfecta. Su departamento era pequeño y olía siempre a café y medicina. A veces discutíamos porque yo quería salir con mis amigas del barrio o porque ella insistía en que estudiara mucho para “no acabar limpiando hospitales como ella”. Pero cada noche me arropaba antes de dormir y me decía:
—Aquí tienes tu casa, Karina. Pase lo que pase.
Con el tiempo aprendí a quererla como una madre. Aprendí también que las heridas no desaparecen, pero pueden doler menos cuando alguien te acompaña.
Hoy tengo dieciocho años y estudio enfermería en la UNAM porque quiero ser como ella: alguien que no se rinde ante el dolor ajeno ni propio.
A veces me pregunto: ¿Cuántos niños como yo siguen esperando un abrazo así? ¿Cuántas Doñas Mercedes hay allá afuera luchando contra la soledad y el olvido? Ojalá esta historia sirva para recordarnos que todos podemos ser familia para alguien más.