El Corazón de Doña Rosa: Cuando la Esperanza Vence al Dolor
—¡No puede ser! ¡No puede ser que la vayan a dejar morir así!— gritó Doña Rosa, su voz quebrada por la rabia y el miedo, mientras sostenía mi mano sudorosa. Yo apenas podía abrir los ojos. El dolor en mi pecho era como un puño apretando mi corazón, y el aire se me escapaba poco a poco.
La habitación del hospital olía a desinfectante y soledad. Afuera, el bullicio de la ciudad seguía su curso, pero aquí dentro todo era silencio y resignación. Los médicos ya habían salido, murmurando entre ellos que no había nada más que hacer. «Es muy joven, pero su corazón no aguanta», escuché decir al doctor Ramírez antes de que cerrara la puerta con un suspiro cansado.
Yo tenía quince años y ya había perdido demasiado. Mis papás murieron en un choque en la carretera a Puebla cuando yo tenía doce. Desde entonces, el orfanato de San Miguel se convirtió en mi casa. Aprendí a sobrevivir entre gritos, peleas y promesas rotas. Pero nada me preparó para este dolor repentino que me tumbó en medio del patio del orfanato, ni para el miedo de morir sola en una cama de hospital.
Doña Rosa era la única que no se resignaba. Tenía más de sesenta años, la piel curtida por los años y los turnos dobles, y una voz que podía calmar hasta al más terco de los pacientes. Me miró con esos ojos llenos de historias y me susurró:
—Camila, mi niña, yo no te voy a dejar ir. No mientras yo respire.
Las enfermeras jóvenes decían que Doña Rosa era anticuada, que ya no seguía los protocolos modernos. Pero ella conocía cada rincón del hospital y cada truco para conseguir medicinas cuando escaseaban. Esa noche, mientras los médicos se rendían, ella se quedó a mi lado, mojando mis labios resecos con agua y acariciando mi frente.
—¿Por qué no me dejan intentarlo?— le preguntó al doctor Ramírez cuando regresó para revisar mis signos vitales.
—Rosa, ya hicimos todo lo posible. No hay recursos para más estudios. Además, no tiene familia que responda— contestó él, sin mirarme a los ojos.
—¡Yo soy su familia ahora!— exclamó ella, y su voz retumbó en las paredes grises.
Esa noche fue larga. Entre sueños y delirios, escuchaba a Doña Rosa rezar bajito y hablarme como si yo pudiera responderle:
—Cuando mi hijo estuvo enfermo, nadie me ayudó. No voy a dejar que te pase lo mismo, Camila. Tú eres fuerte. Tienes que pelear.
No sé si fue su fe o su terquedad lo que la llevó a buscar ayuda fuera del hospital. Al amanecer, apareció con una doctora joven, la doctora Valeria Torres, que trabajaba en una clínica comunitaria en Iztapalapa.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué nadie ha pedido un ecocardiograma?— preguntó la doctora Valeria al ver mis síntomas.
El doctor Ramírez se encogió de hombros:
—No hay presupuesto para estudios costosos en pacientes sin seguro ni familia.
La doctora Valeria apretó los labios y sacó su celular.
—Yo misma voy a conseguir el aparato. Y si hace falta, pago yo el estudio.
Doña Rosa me apretó la mano con fuerza. Por primera vez en días sentí una chispa de esperanza.
Horas después, llegó el ecocardiograma portátil gracias a una colecta improvisada entre las enfermeras y algunos vecinos del barrio. El diagnóstico fue claro: tenía una cardiopatía congénita que podía tratarse con medicamentos y reposo absoluto.
El tratamiento no fue fácil. Hubo noches en que sentía que mi corazón iba a explotar y otras en las que solo quería rendirme. Pero Doña Rosa nunca se apartó de mi lado. Me contaba historias de su infancia en Oaxaca, de cómo cruzó la ciudad sola para buscar trabajo cuando tenía mi edad.
—La vida es dura, Camila. Pero siempre hay alguien dispuesto a tenderte la mano. Yo tuve suerte una vez; ahora te toca a ti.
Poco a poco fui mejorando. La doctora Valeria venía cada semana a verme y me trajo libros para distraerme. Las otras enfermeras empezaron a visitarme también; algunas me traían pan dulce o jugo de naranja cuando podían.
Un día, mientras veía por la ventana cómo el sol iluminaba los tejados oxidados de la ciudad, Doña Rosa se sentó junto a mí y me dijo:
—¿Sabes qué es lo más difícil de este trabajo? No es ver morir gente; es ver cómo el sistema nos obliga a rendirnos antes de tiempo. Pero contigo aprendí que nunca hay que perder la fe.
Lloré en sus brazos como no lo hacía desde que era niña. Por primera vez sentí que tenía una familia otra vez.
Cuando finalmente me dieron de alta, Doña Rosa organizó una pequeña fiesta en la sala de descanso del hospital. Había tamales verdes y atole caliente; las enfermeras cantaron Las Mañanitas aunque no era mi cumpleaños.
La vida siguió su curso. Volví al orfanato con un tratamiento estricto y visitas regulares al hospital. Pero algo había cambiado dentro de mí: ya no tenía miedo de estar sola porque sabía que siempre habría alguien dispuesto a luchar por mí.
A veces me pregunto cuántos niños como yo se pierden en los pasillos fríos de los hospitales públicos porque nadie pelea por ellos. ¿Cuántas Doñas Rosas hacen falta para cambiar este país? ¿Y cuántas veces más vamos a permitir que el sistema decida quién vive y quién muere?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en el lugar de Doña Rosa? ¿Hasta dónde llegarían por salvar una vida cuando todos los demás ya se rindieron?