El día que mi vida cambió para siempre

—¡Camila, despierta! ¡Ya son las nueve y media!— gritó mi mamá desde la cocina, su voz temblando entre el miedo y la urgencia. Abrí los ojos de golpe, sintiendo el corazón latir en mi garganta. No era solo que había dormido de más; era ese presentimiento oscuro que me apretaba el pecho desde la madrugada, como si algo malo estuviera a punto de pasar.

Corrí al baño, me lavé la cara y, mientras me ponía los jeans, escuché el teléfono sonar una y otra vez. Mi papá contestó con voz ronca. —¿Bueno? ¿Sí? ¿Cómo que no llegó?—. El silencio que siguió fue tan denso que sentí que el aire se volvía plomo. Bajé corriendo las escaleras y vi a mi papá con el celular pegado al oído, la cara pálida. Mi mamá se cubría la boca con las manos, los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué pasó?— pregunté, aunque ya sabía que algo estaba mal.

—Es tu hermano, Camila. No llegó a casa anoche— dijo mi papá, y su voz se rompió como un vaso estrellado contra el suelo.

Mi hermano Julián siempre llegaba tarde, pero nunca tanto. Siempre avisaba, aunque fuera con un mensaje rápido: «Ya voy para allá» o «No me esperen despiertos». Pero esa noche no hubo mensajes, ni llamadas, ni rastros. Solo un vacío enorme en su cuarto y una angustia que nos devoraba vivos.

Salimos a buscarlo por las calles polvorientas de nuestro barrio en Ciudad Juárez. Preguntamos a sus amigos, fuimos a hospitales, a la policía. Nadie sabía nada. Nadie quería saber nada. En la comisaría, un agente gordo y cansado nos miró con indiferencia.

—Seguramente anda de fiesta. Espérense 72 horas antes de levantar el reporte— dijo sin mirarnos a los ojos.

Mi mamá se aferró a mi brazo como si pudiera evitar que el mundo se desmoronara. —No es así, señor. Mi hijo no es así— suplicó.

Pero nadie escuchaba. Nadie escucha nunca en este país donde los desaparecidos se cuentan por miles y los nombres se pierden entre papeles y excusas.

Las horas pasaron lentas, crueles. Cada minuto era una tortura. Mi papá salió a buscarlo por su cuenta; mi mamá rezaba frente a un altar improvisado con la foto de Julián cuando cumplió quince años, sonriendo con sus brackets y su camiseta del América.

Yo me senté en su cama, abrazando su sudadera favorita, oliendo su perfume barato mezclado con el sudor de las tardes jugando fútbol en el parque. Recordé la última vez que discutimos: él quería irse a vivir a Monterrey para estudiar ingeniería; yo le dije que era un egoísta por dejarme sola con mis papás. Ahora daría todo por volver a pelear con él.

La noche cayó y con ella llegó el miedo verdadero: ese que te paraliza y te hace imaginar lo peor. Mi papá regresó con los ojos rojos de tanto llorar y mi mamá apenas podía hablar. Nos abrazamos los tres en silencio, temblando como hojas secas.

Los días siguientes fueron un infierno. Pegamos carteles con la foto de Julián en postes y tiendas; compartimos su imagen en redes sociales; fuimos a marchas de madres buscadoras que gritaban nombres bajo el sol ardiente. Escuché historias de otras familias: hijos arrancados de sus casas por hombres armados; muchachas desaparecidas al salir del trabajo; padres que nunca volvieron del campo.

La policía seguía sin hacer nada. Un comandante nos pidió dinero para «agilizar» la búsqueda. Mi papá le dio todo lo que tenía en la cartera, pero no sirvió de nada.

Una tarde, mientras pegaba carteles cerca del mercado, una señora se me acercó en silencio. Me tomó del brazo y susurró: —A tu hermano lo vieron subirse a una camioneta blanca cerca del Oxxo. Dicen que lo confundieron con alguien más.—

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Corrí a casa para contarle a mis papás, pero ellos ya estaban tan cansados que apenas reaccionaron. La esperanza se volvía cada vez más pequeña, como una vela a punto de apagarse.

Pasaron semanas. La vida seguía para todos menos para nosotros. Mis amigas dejaron de llamarme; los vecinos nos miraban con lástima o miedo. En la escuela, los maestros evitaban mi mirada.

Una noche, mi mamá me encontró llorando en el baño. Se arrodilló junto a mí y me abrazó fuerte.

—No podemos rendirnos, hija. Julián nos necesita.—

Pero yo ya no sabía si rezar o gritar. Si odiar o resignarme.

Un mes después, recibimos una llamada anónima: «Si quieren volver a ver a Julián, prepárense para pagar». La voz era fría, sin emoción. Mi papá colgó temblando.

Fuimos a la policía otra vez, pero solo nos dijeron que no podían hacer nada sin pruebas. Nos advirtieron que no pagáramos nada porque podría ser una estafa.

Esa noche no dormimos. Mi mamá caminaba de un lado a otro como leona enjaulada; mi papá fumaba cigarro tras cigarro en el patio; yo solo podía pensar en Julián: ¿estará vivo? ¿Tendrá miedo? ¿Pensará que lo olvidamos?

Al día siguiente recibimos otra llamada: «Tienen hasta mañana para conseguir el dinero».

Vendimos lo poco que teníamos: la televisión, el microondas, hasta el anillo de bodas de mi mamá. Pero no era suficiente.

Cuando llamaron otra vez, mi papá suplicó: —Por favor, dennos una prueba de vida.—

Colgaron sin decir nada.

Esa fue la última vez que supimos algo de Julián.

Han pasado dos años desde ese día maldito. Mi mamá envejeció diez años en uno; mi papá ya no sonríe; yo aprendí a vivir con el dolor como quien aprende a caminar con una herida abierta.

A veces sueño que Julián regresa: entra por la puerta riendo, me abraza fuerte y me dice que todo fue un malentendido. Pero despierto y solo hay silencio.

Sigo buscando a mi hermano porque no puedo hacer otra cosa. Porque rendirse sería matarlo dos veces.

¿Hasta cuándo vamos a vivir con miedo? ¿Cuántas familias más tienen que romperse antes de que algo cambie?