El dibujo de Emiliano: Un secreto entre crayones y sombras

—¡Emiliano, ven para acá! —grité desde la cocina, mientras el olor a arroz quemado llenaba el aire. El reloj marcaba las seis y media, y yo ya sentía el sudor pegajoso en la frente. Afuera, la patrulla de la policía pasaba despacio, como cada tarde en nuestro barrio de San Miguelito, en las afueras de Ciudad de Panamá. Mi hijo, con sus seis años y su manía de dibujar en cada papel que encontraba, salió corriendo con una hoja arrugada en la mano.

—¡Mamá! ¡Mira lo que hice! —me dijo, agitando el dibujo frente a mi cara. Era un caos de colores: una casa, un hombre grande con cara roja, una mujer llorando y un niño escondido debajo de una mesa. Sentí un escalofrío. Pero antes de que pudiera decir algo, Emiliano salió disparado hacia la calle.

—¡Emiliano! ¡No salgas sin permiso! —corrí tras él, pero ya era tarde. Lo vi acercarse al oficial Ramírez, el policía bonachón que siempre saludaba a los niños y regalaba caramelos. Emiliano le entregó el dibujo con una sonrisa tímida.

—¿Esto es para mí? —preguntó Ramírez, agachándose a su altura.

—Sí, es mi familia —respondió Emiliano, bajando la mirada.

Me acerqué rápido, con el corazón latiendo fuerte. —Disculpe, oficial, mi hijo es muy creativo…

Ramírez miró el dibujo con atención. Su ceño se frunció. —¿Ese hombre está enojado? —preguntó suavemente.

Emiliano asintió. —Ese es mi papá cuando grita…

Sentí que el mundo se me venía abajo. Quise arrancar el papel de las manos del policía, pero él ya lo guardaba en su libreta.

—Señora, ¿puedo hablar con usted un momento? —me dijo Ramírez, con voz seria.

Así comenzó todo. Un dibujo infantil se convirtió en la llave que abrió la puerta a nuestro infierno privado. Yo había aprendido a callar los gritos y a esconder los moretones bajo mangas largas. Mi esposo, Julián, era querido por todos: buen trabajador, bromista en las fiestas del barrio. Nadie imaginaba lo que pasaba cuando se cerraba la puerta de nuestra casa.

Esa noche, mientras Emiliano dormía abrazado a su peluche de dinosaurio, Julián llegó tarde y borracho. El olor a ron llenó el cuarto cuando entró.

—¿Qué fue eso con el policía? —me susurró al oído, apretándome el brazo.

—Nada… Emiliano le dio un dibujo —mentí, temblando.

—No me mientas —me empujó contra la pared—. Si dices algo más…

Me quedé callada. El miedo era un animal que me mordía por dentro.

Al día siguiente, Ramírez volvió a tocar la puerta. Esta vez venía acompañado por una mujer de cabello corto y mirada firme: la licenciada Torres, trabajadora social del municipio.

—Señora Lucía, necesitamos hablar con usted y con Emiliano —dijo Torres.

Julián no estaba. Me senté en la sala con las manos sudorosas mientras Emiliano dibujaba en silencio a un lado.

—Su hijo nos mostró algo preocupante en su dibujo —empezó Torres—. ¿Está usted bien?

Quise decir que sí. Quise decir que todo era normal, que solo eran peleas como en cualquier familia. Pero vi a Emiliano mirándome con esos ojos grandes y tristes… y no pude mentir más.

Las palabras salieron solas: los gritos, los golpes, las noches sin dormir esperando que Julián no perdiera el control. Torres me tomó la mano y me dijo que no estaba sola.

Esa tarde nos llevaron a un refugio para mujeres víctimas de violencia. Emiliano lloró porque no podía llevar todos sus dibujos ni su dinosaurio favorito. Yo lloré porque sentí vergüenza y alivio al mismo tiempo.

Los días siguientes fueron una mezcla de miedo y esperanza. Julián buscó a Emiliano en la escuela; preguntó por nosotros en el barrio. Mis vecinas cuchicheaban cuando pasaban frente al refugio.

—¿Por qué Lucía se fue así? ¿Será cierto lo que dicen? —escuché decir a doña Marta desde la ventana.

En el refugio conocí a otras mujeres: Ana venía de Chiriquí y tenía dos hijos; Mariela era venezolana y había cruzado la frontera huyendo de su esposo militar. Todas teníamos historias parecidas: hombres queridos por fuera y monstruos puertas adentro.

Emiliano empezó a dibujar menos monstruos y más árboles, más soles. Pero cada vez que escuchaba una voz fuerte o un portazo, se encogía como si esperara un golpe invisible.

Una tarde recibí una llamada del oficial Ramírez:

—Señora Lucía, su esposo está bajo investigación. Queremos saber si usted quiere presentar cargos formales.

Sentí miedo otra vez. ¿Y si Julián se vengaba? ¿Y si nadie me creía?

Esa noche hablé con Emiliano:

—¿Te gustaría volver a casa si papá ya no estuviera?

Él bajó la cabeza y murmuró:

—Solo si tú no lloras más…

Decidí denunciarlo oficialmente. El proceso fue largo: audiencias, preguntas incómodas, vecinos testificando a favor y en contra. Mi suegra vino a buscarme al refugio:

—Lucía, ¿por qué le haces esto a mi hijo? Él te quiere…

No respondí. Solo abracé más fuerte a Emiliano.

Al final, Julián fue condenado por violencia intrafamiliar. Nos mudamos a otro barrio; cambié mi número de teléfono; Emiliano entró a una nueva escuela donde nadie conocía nuestro pasado.

A veces me despierto sudando por las pesadillas; otras veces me sorprendo sonriendo cuando veo a Emiliano dibujar dragones felices o familias abrazadas bajo un arcoíris.

Todavía tengo miedo. Pero también tengo esperanza. Y cada vez que veo ese primer dibujo arrugado guardado en mi cartera, recuerdo que hasta los crayones pueden ser armas para romper el silencio.

¿Hasta cuándo vamos a seguir callando lo que pasa detrás de las puertas cerradas? ¿Cuántos niños más tendrán que dibujar su dolor para que los adultos escuchemos?