El eco de los errores de mi padre

—¿Por qué nunca me mirás a los ojos, papá? —le pregunté una noche, mientras el televisor escupía luces azules sobre su rostro cansado.

No respondió. Solo apretó más fuerte el vaso de ginebra barata y desvió la mirada hacia la ventana, como si allá afuera, entre los gritos de la calle y el zumbido de las motos, pudiera encontrar una excusa para no enfrentarme. Yo tenía catorce años y sentía que mi vida era una sucesión de puertas cerradas: la de su cuarto, la de mi madre, la del futuro.

Mi mamá, Lucía, trabajaba limpiando casas en el centro de Rosario. Salía antes del amanecer, con los ojos hinchados y el pelo recogido en un rodete apurado. Volvía al mediodía con las manos ásperas y una botella de cerveza envuelta en una bolsa. A veces, si había tenido un buen día, traía facturas para el mate. Pero la mayoría de las veces, se encerraba en su cuarto y yo solo escuchaba el crujido del colchón y el murmullo de la radio.

Mi papá, Ernesto, era un hombre roto. Había sido obrero metalúrgico hasta que lo despidieron en una de esas crisis que nadie entiende pero todos sufren. Desde entonces, se pasaba los días sentado en la cocina, mirando el reloj o la tele, esperando algo que nunca llegaba. Cuando estaba sobrio, era un fantasma; cuando bebía, se convertía en un volcán impredecible.

Recuerdo una tarde en particular. Yo estaba haciendo la tarea en la mesa del comedor cuando escuché a mis padres discutir detrás de la puerta. No entendía todo lo que decían, pero sí sentí el golpe seco contra la pared y el llanto ahogado de mi mamá. Salí corriendo a la calle, sin saber adónde ir. Me senté en la vereda y miré las luces del colectivo pasar. Me pregunté si alguna vez podría escapar de esa casa, si algún día tendría una familia diferente.

En la escuela me iba bien, pero nadie sabía lo que pasaba en mi casa. Mi mejor amiga, Camila, me invitaba a dormir a su casa los fines de semana. Su mamá me preparaba milanesas y me preguntaba por mis notas. Yo mentía: decía que todo estaba bien, que mis padres trabajaban mucho y por eso no podían venir a las reuniones.

Una noche, después de una pelea especialmente violenta, mi mamá entró a mi cuarto con los ojos rojos y la voz temblorosa.

—Perdoname, hija —me dijo—. Yo no sé cómo salir de esto.

Me abrazó fuerte, como si quisiera protegerme del mundo o de sí misma. Sentí su perfume mezclado con el olor agrio del alcohol y me prometí que nunca iba a ser como ella.

Pero los días pasaban y yo también empecé a sentir esa tristeza pegajosa que no se va con nada. A veces me quedaba mirando el techo durante horas, pensando en cómo sería mi vida si mi papá hubiera sido distinto. Si alguna vez me hubiera llevado a la cancha o me hubiera enseñado a andar en bicicleta. Si alguna vez me hubiera dicho que estaba orgulloso de mí.

Una tarde, después de clases, decidí enfrentar a mi papá. Lo encontré en la cocina, como siempre, con la radio encendida y el vaso medio vacío.

—¿Por qué tomás tanto? —le pregunté—. ¿No te das cuenta de que nos estás destruyendo?

Me miró por primera vez en mucho tiempo. Sus ojos estaban llenos de algo que no supe identificar: ¿culpa? ¿rabia? ¿tristeza?

—No sabés nada —me dijo en voz baja—. Cuando seas grande vas a entender.

Salí corriendo al patio y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Esa noche soñé que mi casa se inundaba y yo nadaba sola entre muebles flotando y fotos viejas.

El tiempo pasó y aprendí a sobrevivir entre las ruinas. Empecé a trabajar limpiando mesas en un bar del centro para ahorrar algo de plata. Soñaba con irme lejos: Buenos Aires, tal vez México o España. Cualquier lugar donde nadie supiera quién era yo ni quiénes eran mis padres.

Un día recibí una carta de mi tía Marta desde Córdoba. Me invitaba a pasar las vacaciones con ella y sus hijos. Mi mamá lloró cuando le conté; mi papá solo asintió con la cabeza.

En Córdoba descubrí otra forma de vivir: cenas en familia, risas alrededor de la mesa, abrazos sinceros. Me costó acostumbrarme al cariño sin condiciones. Una noche le conté a mi prima Florencia todo lo que había vivido.

—No tenés la culpa —me dijo—. A veces los padres no saben amar porque nadie les enseñó.

Volví a Rosario con una decisión tomada: iba a terminar la secundaria y buscar una beca para estudiar psicología. Quería entender por qué las personas se lastiman tanto entre sí.

El último año fue el más difícil. Mi papá empezó a enfermarse; tosía sangre y apenas podía levantarse de la cama. Mi mamá dejó el alcohol por un tiempo para cuidarlo. Yo sentía una mezcla extraña de lástima y enojo.

Una tarde me senté junto a su cama y le tomé la mano.

—¿Por qué nunca pudiste quererme bien? —le pregunté—. ¿Por qué elegiste siempre el alcohol antes que a mí?

Él lloró en silencio. Por primera vez vi al hombre detrás del monstruo: un niño asustado, perdido en sus propios miedos.

Murió unas semanas después. En el velorio nadie lloró mucho; todos parecían aliviados. Pero yo sentí un vacío enorme, como si una parte de mí se hubiera ido con él.

Hoy tengo veinticinco años y estoy por recibirme de psicóloga. Trabajo con adolescentes que viven historias parecidas a la mía. A veces me pregunto si realmente logré romper el ciclo o si sigo repitiendo los mismos errores desde otro lugar.

¿Es posible perdonar a quienes nos lastiman tanto? ¿O estamos condenados a cargar con sus heridas para siempre? ¿Ustedes qué piensan?