El eco de los platos rotos: una historia de amor y divorcio en Lima
—¿Por qué no puedes entenderme, mamá? —grité, con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba el techo de calamina de nuestra casa en Villa El Salvador.
Mi madre, sentada en la mesa de la cocina, apenas levantó la mirada. Sus ojos hinchados y rojos eran testigos de otra noche sin dormir. Afuera, los gritos de los vecinos se mezclaban con el sonido de los mototaxis y el olor a tierra mojada. Yo tenía trece años y acababa de descubrir que mi padre no volvería más.
—No es tan fácil, Lucía —susurró ella—. A veces el amor no alcanza.
Esa frase se me quedó grabada como una herida abierta. Desde entonces, cada vez que veía a una pareja abrazarse en el parque o reírse en la combi, sentía una punzada de envidia y desconfianza. ¿De verdad existía el amor para siempre? ¿O era solo un cuento para distraernos del dolor?
Crecí entre dos casas: la de mi madre, llena de silencios y tazas de café frío; y la de mi padre, donde su nueva esposa, Patricia, intentaba ser amable pero nunca lograba borrar la incomodidad. Mi hermano menor, Diego, se refugiaba en los videojuegos y apenas hablaba. Yo me convertí en la mediadora, la que intentaba mantener la paz mientras mi corazón se llenaba de dudas.
A los diecisiete años conocí a Javier en una fiesta de promoción. Era alto, moreno y tenía una risa contagiosa. Me hizo sentir especial por primera vez. Pero cada vez que me decía «te quiero», mi mente se llenaba de preguntas: ¿Y si un día se cansa? ¿Y si me deja como papá dejó a mamá?
Una tarde, mientras caminábamos por el malecón de Miraflores, Javier me tomó de la mano y me miró a los ojos.
—¿Por qué siempre dudas de mí? —me preguntó—. No soy tu papá.
Me quedé muda. No sabía cómo explicarle que el divorcio de mis padres era como un fantasma que me seguía a todas partes. Que cada vez que discutíamos, sentía que todo podía romperse en cualquier momento.
La relación terminó poco después. Javier se cansó de mis inseguridades y yo me quedé sola, preguntándome si alguna vez podría amar sin miedo.
Pasaron los años. Entré a la universidad San Marcos y me refugié en los libros. Estudiar psicología fue mi forma de buscar respuestas: ¿Por qué las personas se lastiman? ¿Por qué el amor duele tanto?
En una clase conocí a Mariana, una chica de Arequipa que se convirtió en mi mejor amiga. Ella también venía de una familia rota, pero parecía llevarlo con más ligereza.
—No podemos vivir con miedo toda la vida, Lucía —me dijo una noche mientras compartíamos una botella de vino barato en su cuarto alquilado—. Si no arriesgamos, nunca vamos a saber si el amor puede ser diferente para nosotras.
Sus palabras me hicieron pensar. ¿Y si estaba condenada a repetir la historia de mis padres? ¿O podía escribir mi propio final?
A los veintitrés años conocí a Andrés en una marcha por los derechos humanos en el centro de Lima. Era periodista y tenía una pasión por la justicia social que me cautivó desde el primer momento. Empezamos a salir y, por primera vez, sentí que podía confiar en alguien.
Pero el miedo seguía ahí, agazapado en cada discusión, en cada silencio incómodo. Una noche, después de una pelea por algo trivial —él había olvidado llamarme para avisar que llegaría tarde— exploté.
—¡Siempre es lo mismo! —le grité entre lágrimas—. ¿Por qué no puedes ser diferente?
Andrés me miró con tristeza.
—Lucía, yo no soy tu papá. No voy a irme solo porque discutimos. Pero tienes que dejarme entrar.
Me sentí desnuda y vulnerable. Le conté todo: las peleas de mis padres, las noches escuchando a mi madre llorar, el miedo constante al abandono.
Andrés me abrazó fuerte.
—No puedo prometerte que nunca vamos a pelear —me susurró—. Pero sí puedo prometerte que voy a intentarlo todos los días.
Esa noche entendí que el amor no es perfecto ni eterno por sí solo. Es una decisión diaria, un acto de fe incluso cuando todo parece estar en contra.
Hoy tengo veintisiete años y sigo aprendiendo a amar sin miedo. Mi madre ha encontrado cierta paz; mi padre y yo hablamos más seguido. Diego está terminando la universidad y Mariana se fue a vivir con su novia a Cusco.
A veces todavía siento el eco de los platos rotos y las palabras hirientes del pasado. Pero también sé que tengo derecho a escribir mi propia historia.
¿Y ustedes? ¿Creen que podemos romper el ciclo del dolor familiar? ¿O estamos destinados a repetir los errores de quienes nos criaron?