El eco de los recuerdos: Una visita al pasado

—¿Por qué ahora, mamá? —me preguntó Alicia, mi hija, mientras doblaba cuidadosamente una blusa sobre la cama. Su voz temblaba entre la preocupación y el reproche. Afuera, el viento golpeaba las ventanas del departamento en Santiago, trayendo consigo un frío inusual para mayo.

—Hace mucho que no voy al cementerio —le respondí, evitando su mirada—. Siento que le debo una visita a la abuela.

Alicia suspiró, cruzando los brazos. —¿Y si te hace mal? Siempre vuelves peor después de esos viajes.

No supe qué contestar. Tenía razón. Cada vez que regresaba a Temuco, a esa casa vieja donde crecí, los recuerdos me mordían como perros hambrientos. Pero este año, el dolor era distinto: más agudo, más urgente. Quizás era la edad, o tal vez la culpa que nunca aprendí a dejar atrás.

Empaqué lo esencial: una bufanda gruesa, el libro de poemas de Gabriela Mistral que mamá amaba, y una vela perfumada. El viaje en bus fue largo y silencioso. Miré por la ventana los campos cubiertos de escarcha, recordando los días en que mamá y yo caminábamos juntas bajo la lluvia sureña, riéndonos del barro y las botas mojadas.

Al llegar a Temuco, el aire olía a leña y tierra húmeda. Mi hermana menor, Camila, me esperaba en la terminal con su hijo pequeño. Me abrazó fuerte, pero sentí su cuerpo tenso.

—¿Vienes solo por la abuela o también por papá? —preguntó en voz baja mientras caminábamos hacia su auto.

—Por los dos —mentí. La verdad era que no quería ver a papá. Desde el funeral de mamá, nuestra relación era un campo minado de silencios y reproches.

La casa estaba igual de fría que siempre. Las paredes guardaban secretos en cada grieta. Camila preparó té y galletas de avena, como hacía mamá. El niño jugaba en el suelo con un camión de plástico.

—¿Te acuerdas cuando mamá nos hacía sopaipillas los días de lluvia? —dijo Camila, rompiendo el silencio.

Asentí, sintiendo un nudo en la garganta. —Sí… y cómo nos retaba si salíamos sin paraguas.

—A veces pienso que nunca te perdonó por irte a Santiago —susurró Camila.

La acusación flotó en el aire como una nube negra. Me dolió porque era verdad. Mamá nunca entendió mi necesidad de huir del pueblo, de buscar algo más allá del horizonte gris del sur.

Esa noche dormí poco. Soñé con mamá: estaba sentada en la mesa de la cocina, pelando papas, su cabello recogido en un moño apretado. Me miraba con tristeza y decía: “Krystyna, ¿por qué te fuiste?”

Me desperté empapada en sudor frío. El reloj marcaba las cinco de la mañana. Salí al patio envuelta en una manta y miré el cielo estrellado. Sentí el peso de los años y del arrepentimiento.

Al día siguiente fui al cementerio sola. Caminé entre las lápidas cubiertas de musgo hasta encontrar la tumba de mamá. Dejé la vela encendida y recité en voz baja un poema:

“Madre mía,
no hay olvido que me salve
de tu ausencia.”

Las lágrimas cayeron sin permiso. Me arrodillé sobre la tierra húmeda y hablé con ella como cuando era niña:

—Perdóname por no haber estado cuando más me necesitabas… por no entender tu dolor… por querer escapar de ti.

Sentí una mano sobre mi hombro. Era papá. No lo había escuchado llegar.

—Krystyna… —su voz era apenas un susurro—. Ella siempre te quiso, aunque no supo cómo decirlo.

Me volví hacia él, buscando en sus ojos alguna señal de ternura o perdón.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Tú me has perdonado?

Papá bajó la mirada. —Yo tampoco supe cómo ser padre después que te fuiste… ni cómo seguir cuando ella se fue.

Nos quedamos en silencio largo rato, escuchando el viento entre los cipreses.

Esa tarde volvimos juntos a casa. Camila nos miró sorprendida al vernos llegar tomados del brazo. Cenamos sopaipillas y hablamos de cosas simples: el clima, el colegio del niño, las noticias del país.

Antes de dormir, Alicia me llamó por videollamada.

—¿Cómo estás? —preguntó con voz suave.

—Mejor… creo que necesitaba esto —le respondí—. A veces duele recordar, pero duele más intentar olvidar.

Esa noche entendí que el dolor es parte de quienes somos; que la memoria es un campo de batalla donde se mezclan culpa y amor; que las heridas familiares no se cierran con distancia ni con tiempo, sino con valentía para regresar y mirar atrás.

Ahora me pregunto: ¿cuántos de nosotros cargamos con recuerdos que preferiríamos enterrar? ¿Es posible sanar sin enfrentar lo que duele? ¿O estamos condenados a repetir los silencios y reproches generación tras generación?

¿Y tú? ¿Qué harías si tu pasado te llamara desde el frío del sur?