El eco de los sacrificios: la herencia que nunca llegó

—¿Por qué siempre soy yo la que tiene que estar aquí, mamá? —susurré una noche, mientras le cambiaba el vendaje de la pierna. Ella apenas abrió los ojos, pero su mirada cansada me atravesó el alma. Afuera, la lluvia golpeaba el tejado de lámina de nuestra casa en San Martín de Hidalgo, y el olor a humedad se mezclaba con el de las medicinas.

No recuerdo cuándo fue la última vez que salí con amigas o que fui al cine. Mi vida se redujo a este cuarto, a este lecho donde mi madre luchaba contra la diabetes y la soledad. Cada mañana, antes de que el sol asomara entre los cerros, ya estaba preparando su desayuno: avena con canela, café descafeinado y las pastillas alineadas en una charolita azul. Mi hermano Julián, en cambio, solo venía en Navidad. Llegaba con regalos caros y promesas vacías. Mamá se iluminaba cuando lo veía, aunque después pasara meses sin saber de él.

—No te quejes, hija —me decía mi tía Lupita cuando la llamaba para desahogarme—. Al final, Dios ve todo y te lo recompensará.

Pero yo no quería recompensas divinas. Quería vivir. Quería estudiar enfermería en Guadalajara, tener mi propio departamento, enamorarme. Pero cada vez que pensaba en irme, la culpa me devoraba. ¿Quién cuidaría a mamá? ¿Quién le pondría las inyecciones? ¿Quién le leería los salmos cuando no podía dormir?

Recuerdo una tarde especialmente dura. Mamá tuvo fiebre y deliraba. Llamé al doctor Ramírez, pero tardó horas en llegar porque su camioneta se había descompuesto en la brecha. Mientras tanto, yo le ponía paños fríos y le rezaba a la Virgen de Zapopan. Cuando por fin se estabilizó, me senté junto a su cama y lloré en silencio. Nadie vio esas lágrimas. Nadie supo del miedo que sentí esa noche.

Los años pasaron así: entre consultas médicas, recetas interminables y noches de insomnio. Julián seguía ausente. A veces llamaba desde Monterrey para preguntar cómo seguía mamá, pero siempre tenía prisa.

—Cuídala mucho, hermana —me decía—. Yo mando dinero cuando pueda.

El dinero llegaba tarde o nunca. Y cuando llegaba, se iba en medicinas y pañales.

El día que mamá murió fue como si me arrancaran una parte del cuerpo. Me quedé sola en esa casa grande y vacía, rodeada de fotos antiguas y recuerdos que dolían más que cualquier herida física. Los vecinos vinieron a dar el pésame; algunos trajeron pan dulce y café. Julián llegó al día siguiente, vestido de traje y con cara de tristeza forzada.

—Lo siento mucho, hermana —me abrazó fuerte—. Ahora nos tenemos que cuidar entre nosotros.

Pero no fue así.

Una semana después del funeral, nos reunimos con el notario en la sala de la casa. Yo esperaba que mamá hubiera dejado algo para mí: aunque fuera la casa o el terreno donde sembrábamos maíz. Pero cuando el notario leyó el testamento, sentí que el mundo se me venía encima.

—La señora María Elena deja todos sus bienes a su hijo Julián Hernández García —dijo el notario con voz monótona.

Me quedé helada. Miré a Julián, esperando que dijera algo, que protestara, que compartiera conmigo lo que por justicia me correspondía. Pero él solo bajó la mirada y guardó silencio.

—¿Y yo? —pregunté con voz temblorosa—. ¿Y mis años aquí? ¿Mis sacrificios?

Nadie respondió. El silencio fue más cruel que cualquier palabra.

Esa noche no pude dormir. Caminé por la casa como un fantasma, tocando las paredes, oliendo los restos del perfume de mamá en su almohada. Me sentí traicionada por ella y por Julián. ¿Por qué me dejó sin nada? ¿Por qué le dio todo al hijo ausente?

Los días siguientes fueron una pesadilla burocrática: Julián empezó a vender muebles y a hablar de remodelaciones. Yo tenía tres meses para irme. No tenía ahorros ni trabajo fijo; todo lo había dado por cuidar a mamá.

Algunos vecinos murmuraban:

—Pobre Ana Laura… Se quedó sin nada después de tanto sacrificio.

Otros decían:

—Así pasa cuando uno no exige lo suyo a tiempo.

Mi tía Lupita me ofreció quedarme con ella en Guadalajara mientras encontraba trabajo. Acepté porque no tenía otra opción. Empaqué mis pocas cosas: una caja de libros, un par de vestidos y las cartas que mamá me escribió cuando aún podía sostener un bolígrafo.

En Guadalajara todo era distinto: el ruido de los camiones, la prisa de la gente, la indiferencia de los desconocidos. Conseguí trabajo cuidando a una señora mayor en una colonia acomodada. Cada vez que le daba sus medicinas o le contaba historias para dormirla, sentía una mezcla de rabia y ternura.

A veces soñaba con mamá: la veía joven y sonriente, bailando en las fiestas del pueblo. Otras veces la veía enferma y callada, mirándome con esos ojos llenos de secretos.

Un día recibí una llamada de Julián:

—Ana Laura… Quiero pedirte perdón por todo esto —dijo con voz quebrada—. No sé por qué mamá hizo eso… Si quieres podemos vender la casa y repartirlo.

Pero ya era tarde para reparaciones fáciles. El daño estaba hecho.

Ahora vivo en un pequeño cuarto rentado y trato de reconstruir mi vida desde cero. A veces me pregunto si valió la pena tanto sacrificio; si alguna vez podré perdonar a mi madre por dejarme sola y sin nada; si algún día podré dejar de sentirme invisible.

¿Acaso las mujeres estamos condenadas a cuidar siempre sin esperar nada a cambio? ¿Cuántas historias como la mía hay escondidas en cada pueblo de México? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?