El eco de mis decisiones: Diario de Lucía

—¿Por qué te detuviste, Lucía? —La voz de mi hermano Julián retumbó en el callejón oscuro, mezclándose con el estruendo de la tormenta. Yo tenía diecisiete años y el corazón me latía tan fuerte que sentía que iba a explotar.

No respondí. No podía. Mis zapatos empapados chapoteaban en los charcos mientras miraba hacia atrás, hacia el bulto tirado junto al basurero. Un hombre, apenas visible bajo la luz mortecina del farol, gemía bajito. Había intentado robarme el bolso; yo sólo reaccioné. El ladrillo seguía en mi mano, pesado, manchado.

—¡Lucía, vámonos! —insistió Julián, tirando de mi brazo—. Nadie nos vio. Si te quedas, nos jodemos los dos.

Corrimos. Corrimos como si el diablo nos persiguiera, como si el agua sucia pudiera borrar las huellas de lo que acababa de pasar. Esa noche no dormí. Escuchaba la lluvia golpear el techo de zinc y sentía que cada gota era un reproche.

Mi mamá, doña Carmen, no preguntó nada cuando llegamos empapados y temblando. Sólo nos miró con esos ojos cansados que lo han visto todo en la vida: la muerte de mi papá en una balacera, el hambre de los días sin trabajo, la vergüenza de pedir fiado en la tienda de don Ernesto.

Al día siguiente, la noticia corrió por el barrio: habían encontrado a un hombre herido en la esquina de la 45 con San Juan. Nadie sabía quién fue. Nadie preguntó mucho; en Medellín, esas cosas pasan todos los días.

Pero yo sí sabía. Y cada vez que pasaba por esa esquina para ir al colegio, sentía que todos lo sabían también. El peso del secreto me aplastaba el pecho.

—¿Y si se muere? —le susurré a Julián una tarde, mientras lavábamos los platos.

—No va a pasar nada —me respondió él, sin mirarme—. Era un ladrón más. Nadie va a llorar por él.

Pero yo sí lloré. Lloré cada noche, en silencio, para que mi mamá no me oyera. Lloré por miedo a que viniera la policía, por miedo a que Julián me odiara si hablaba, por miedo a no poder mirarme nunca más al espejo.

Los días pasaron y nada ocurrió. La vida siguió igual: mi mamá limpiando casas ajenas para traer algo de arroz y lentejas; Julián vendiendo dulces en los buses; yo estudiando con la esperanza de salir algún día del barrio.

Pero el barrio nunca te deja ir del todo.

Un mes después, doña Rosa —la vecina chismosa— vino corriendo a nuestra casa:

—¡Carmen! ¡A tu hija la buscan unos señores!

Mi mamá me miró con terror. Yo sentí que me desmayaba.

Eran dos hombres vestidos de civil. Se presentaron como policías y preguntaron por mí. Dijeron que sólo querían hablar.

—¿Dónde estabas la noche del 12? —me preguntó uno, anotando algo en su libreta.

—En casa —mentí, sintiendo cómo me ardían las mejillas.

—¿Alguien puede confirmarlo?

Mi mamá asintió sin dudarlo. Julián también.

Los hombres se fueron, pero dejaron tras de sí un silencio espeso y peligroso.

Esa noche discutimos como nunca antes:

—¡Nos van a meter presos por tu culpa! —gritó Julián—. ¡Por una estupidez!

—¡Yo no quería! ¡Él me atacó!

—¡Aquí nadie quiere nada! ¡Aquí sólo se sobrevive!

Mi mamá nos abrazó a los dos y lloró como si se le fuera la vida en ello.

El tiempo siguió pasando y la policía no volvió. Pero yo ya no era la misma. Empecé a faltar al colegio; no podía concentrarme. Los sueños se llenaron de sangre y gritos ahogados.

Un día, mientras ayudaba a mi mamá a limpiar una casa en El Poblado, vi una foto en el periódico: «Hombre herido tras intento de robo». Decían que estaba grave pero estable. Sentí alivio y culpa al mismo tiempo.

Pasaron los años. Conseguí trabajo como cajera en un supermercado. Julián se fue para Bogotá buscando suerte y mi mamá envejeció más rápido de lo que yo podía soportar.

Pero el pasado nunca se va del todo. Un domingo cualquiera, mientras atendía la caja, entró un hombre rengueando, con una cicatriz fea en la frente. Me miró fijo y sonrió apenas.

—¿Me reconoces? —preguntó con voz ronca.

Sentí que el mundo se detenía.

—No sé de qué habla —balbuceé, temblando.

Él dejó unas monedas sobre el mostrador y se fue sin decir más. Pero esa noche soñé con él y con esa esquina maldita.

A veces pienso en confesarlo todo: ir a la policía, contarles lo que pasó realmente esa noche. Pero luego veo a mi mamá dormida en su cama pequeña y pienso en todo lo que hemos sufrido para llegar hasta aquí.

¿Vale la pena destruirlo todo por un error? ¿O es mejor seguir adelante y tratar de olvidar?

La culpa es como una sombra: siempre está ahí, aunque cierres los ojos muy fuerte.

Hoy escribo esto porque ya no puedo más con el peso del silencio. Porque sé que allá afuera hay muchos como yo: gente buena obligada a hacer cosas malas para sobrevivir en un país donde la justicia es un lujo y la pobreza una condena heredada.

¿Ustedes qué harían? ¿Se atreverían a mirar atrás o seguirían caminando como si nada hubiera pasado?