El eco de sus pasos en el pasillo: el día que llevé a mi mamá al asilo
—¿De verdad vas a dejarme aquí, Lucía?—. La voz de mi mamá, temblorosa y rota, todavía me persigue cada noche. El eco de sus palabras rebotó en las paredes frías del pasillo del asilo, mezclándose con el olor a desinfectante y sopa recalentada. Yo no podía mirarla a los ojos. Sentía que el corazón se me partía en mil pedazos, pero tenía que ser fuerte. O al menos eso me repetía mientras apretaba los puños para no llorar frente a ella.
Mi mamá, Carmen, fue siempre una mujer fuerte. Nació en un pueblito de Jalisco, donde la vida nunca fue fácil. Crió sola a mis dos hermanos y a mí después de que mi papá se fuera con otra mujer. Trabajó de costurera, vendió tamales en la esquina y hasta limpió casas para que no nos faltara nada. Por eso, cuando empezó a olvidar las cosas, cuando la encontré una tarde de diciembre caminando desorientada por la colonia, supe que algo estaba muy mal.
—No es justo, Lucía. Ella te dio todo—, me gritó mi hermano Javier cuando le conté mi decisión. —¿Y tú qué propones?— le respondí, cansada de pelear. —¿Vas a dejar tu trabajo para cuidarla? ¿Vas a pagarle una enfermera?—. Él solo bajó la cabeza. Mi hermana Mariana ni siquiera quiso hablar del tema. “Haz lo que creas mejor”, me dijo por WhatsApp desde Monterrey, como si no fuera su madre también.
Las semanas previas fueron un infierno. Mamá se ponía agresiva, no reconocía su propia casa y a veces me llamaba “señora” en vez de hija. Una noche, casi incendia la cocina porque olvidó que había dejado la olla en la estufa. Yo ya no dormía, llegaba tarde al trabajo y mi jefe empezó a insinuar que si seguía así, tendría que buscar a alguien más responsable. No tenía pareja ni hijos, pero aun así sentía que me ahogaba.
El día que la llevé al asilo, llovía. El tráfico en Guadalajara estaba imposible y yo solo quería que el tiempo se detuviera. En el asiento trasero, mamá miraba por la ventana, callada, como si supiera lo que iba a pasar. Cuando llegamos, una enfermera de uniforme blanco nos recibió con una sonrisa forzada. —Bienvenida, doña Carmen—, le dijo, pero mi mamá no respondió. Solo me miró, con esos ojos grandes y cansados que siempre supieron leerme el alma.
—¿Por qué me haces esto?— murmuró, y sentí que me arrancaban el corazón.
Los primeros días fueron los peores. Cada vez que la visitaba, me preguntaba cuándo la iba a llevar de regreso a casa. A veces lloraba, otras veces me ignoraba por completo. Las otras señoras del asilo me miraban con lástima o con enojo, como si yo fuera la peor hija del mundo. Empecé a evitar las visitas, inventando excusas para no enfrentarme a su mirada.
Javier me llamó una noche, borracho y furioso. —Eres una egoísta, Lucía. Mamá no se merece esto—. Colgó antes de que pudiera defenderme. Mariana solo mandaba mensajes de vez en cuando, preguntando si mamá estaba bien, pero nunca ofreció ayuda real. Me sentía sola, atrapada entre el deber y la culpa.
Una tarde, mientras caminaba por el parque para despejarme, vi a una señora mayor sentada en una banca, sola, mirando a los niños jugar. Me acerqué y le pregunté si estaba bien. —Mi hija vive en Estados Unidos—, me dijo. —Me llama cada domingo, pero hace años que no me abraza—. Sentí un nudo en la garganta. ¿Eso era lo que le esperaba a mi mamá? ¿Eso era lo que me esperaba a mí?
Empecé a ir más seguido al asilo. Llevaba pan dulce, flores y fotos viejas para que mamá recordara los buenos tiempos. A veces tenía días buenos y me sonreía, otras veces no me reconocía. Un día, mientras le peinaba el cabello, me tomó la mano y me dijo: —Gracias, hija. Sé que haces lo que puedes—. Lloré en silencio, sintiendo que por fin me perdonaba, aunque yo misma no podía perdonarme.
La culpa nunca se fue. En las reuniones familiares, Javier apenas me habla y Mariana sigue distante. Los vecinos murmuran cuando me ven llegar al asilo. En el trabajo, algunos me felicitan por mi “valentía”, pero yo sé que no fue valentía, sino desesperación.
A veces me pregunto si en otro país, en otra vida, habría sido diferente. Si hubiera dinero para una enfermera, si mis hermanos hubieran ayudado más, si yo hubiera sido más fuerte. Pero esta es la realidad de muchas familias en México y en toda Latinoamérica: mujeres que cuidan solas, familias divididas por la migración, la pobreza y el cansancio.
Hoy, mientras escribo esto, escucho el eco de los pasos de mi mamá en el pasillo del asilo. Sé que hice lo que pude, pero la pregunta sigue ahí, clavada en el pecho: ¿Fui una mala hija por elegir mi salud mental y mi trabajo antes que a mi madre? ¿O simplemente fui humana?
¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar? ¿Es posible perdonarse cuando el amor y la culpa pesan igual?