El eco de un amor roto: historia de Mariana en el Valle de los Ríos

—¿Por qué tuviste que venir justo hoy? —me pregunté en silencio, mientras el motor del auto se apagaba y el eco de la lluvia golpeaba el techo de lámina de la vieja casa de mis padres.

Mi esposo, Andrés, bajó primero. Abrió el maletero y empezó a sacar las bolsas con regalos para la familia. Yo me quedé sentada, con las manos temblorosas sobre las piernas. El Valle de los Ríos siempre olía a tierra mojada y a recuerdos que duelen.

—Mariana, ¿vas a ayudarme o qué? —gritó Andrés, sin paciencia, mientras mi madre salía corriendo bajo la lluvia para abrazarnos.

—Ya voy —respondí, forzando una sonrisa que no engañó a nadie.

Pero entonces lo vi. Entre la neblina y los árboles de mango, una silueta se acercaba por el sendero de tierra. Era imposible no reconocerlo: ese andar seguro, la camisa blanca empapada pegada al cuerpo. Era Samuel. Mi primer amor, mi herida abierta.

Sentí que el corazón se me salía del pecho. No podía ser casualidad. No después de tantos años sin vernos, no después de todo lo que pasó aquella noche en la fiesta del pueblo, cuando juramos no volver a hablarnos nunca más.

Mi madre me abrazó fuerte, pero yo apenas podía respirar. Andrés seguía descargando las cosas, ajeno al temblor en mis manos.

—¡Mariana! ¡Samuel vino a ayudar con la cosecha! —gritó mi padre desde el porche, como si no supiera lo que eso significaba para mí.

Samuel se detuvo frente a mí. Sus ojos negros, tan intensos como siempre, buscaron los míos. Por un segundo, todo volvió: las risas junto al río, los besos robados detrás del jacarandá, las promesas rotas bajo la luna llena.

—Hola, Mariana —dijo él, con voz baja pero firme.

Andrés se acercó y le tendió la mano. —¿Tú eres el famoso Samuel? Mucho gusto, hermano.

Samuel sonrió apenas. —El gusto es mío.

La tensión era tan densa que podía cortarse con un machete. Mi madre fingía no notar nada y nos arrastró adentro para servir café y pan dulce. Pero yo no podía dejar de mirar a Samuel, ni dejar de sentir esa mezcla de rabia y nostalgia que me quemaba por dentro.

Durante la cena, las miradas cruzadas eran cuchillos. Andrés hablaba de su trabajo en la ciudad, de lo difícil que era conseguir un buen puesto sin «palancas». Mi padre se quejaba del precio del maíz y mi madre preguntaba cuándo le daríamos nietos. Samuel callaba. Yo también.

Al caer la noche, la tormenta arreciaba. La luz se fue y nos quedamos a oscuras, solo con velas y el sonido de la lluvia golpeando el techo.

—¿Recuerdas cuando se iba la luz y jugábamos a contar historias de miedo? —me susurró Samuel cuando nadie miraba.

Sentí un escalofrío. No debía responderle, pero no pude evitarlo.

—Eso fue hace mucho tiempo —dije, casi en un hilo de voz.

—No tanto como crees —replicó él, con esa sonrisa triste que siempre me desarmaba.

Andrés notó algo raro y me tomó la mano con fuerza bajo la mesa. Yo fingí normalidad, pero por dentro estaba hecha pedazos.

Esa noche no pude dormir. Escuché a mis padres discutir en voz baja sobre dinero y sobre cómo Andrés nunca les caería bien del todo porque «no es de aquí». Escuché a mi madre llorar por lo bajo y a mi padre maldecir su suerte por tener una hija que se fue lejos y volvió solo para traer más problemas.

Salí al patio buscando aire. Samuel estaba ahí, sentado bajo el aguacate gigante, fumando un cigarro mojado por la llovizna.

—No deberías estar aquí —le dije sin mirarlo.

—Tampoco tú —respondió él.

Nos quedamos en silencio largo rato. El pueblo dormía y solo se oían los grillos y el río crecido allá abajo.

—¿Por qué volviste? —pregunté al fin.

—Porque nunca me fui —dijo él. —Porque siempre estuve esperando que volvieras tú.

Me dieron ganas de llorar. Recordé cómo Samuel y yo soñábamos con irnos juntos a la ciudad, cómo planeábamos una vida lejos del chisme y la pobreza del pueblo. Pero yo me fui sola. Y él se quedó cuidando a su madre enferma y trabajando en el campo.

—Ya es tarde para nosotros —susurré.

—¿De verdad lo crees? —preguntó él, acercándose un poco más.

Sentí su mano rozar la mía y todo mi cuerpo tembló. Pero entonces pensé en Andrés durmiendo adentro, en mis padres esperando que yo fuera «la hija ejemplar», en todo lo que había sacrificado para llegar hasta aquí.

Me aparté bruscamente.

—No vuelvas a buscarme —le dije con voz rota. —No quiero más problemas.

Samuel asintió en silencio y se perdió entre las sombras del patio.

Al día siguiente, todo fue peor. Andrés notó mi distancia y empezó a hacerme preguntas incómodas frente a mi madre:

—¿Tú y Samuel eran amigos o algo más?

Mi madre me miró con ojos suplicantes: «No vayas a decir nada que nos avergüence». Sentí una rabia sorda contra todos: contra Samuel por volver, contra Andrés por no entenderme nunca, contra mis padres por sus expectativas imposibles.

Esa tarde hubo una pelea terrible entre Andrés y mi padre por dinero prestado que nunca llegó. Mi madre lloró otra vez en silencio mientras yo lavaba los platos con las manos llenas de jabón y lágrimas.

Samuel vino a despedirse antes de irse al campo:

—No te preocupes por mí —me dijo bajito—. Solo quería verte una vez más antes de dejarte ir para siempre.

No respondí. No podía. Sentí que algo dentro de mí se rompía para siempre.

Esa noche decidí irme antes de lo planeado. Hice las maletas en silencio mientras Andrés dormía borracho después de discutir con mi padre. Mi madre vino a despedirse al amanecer:

—Hija… ¿eres feliz? —me preguntó con voz temblorosa.

No supe qué responderle. Solo la abracé fuerte y salí sin mirar atrás.

Ahora escribo esto desde el bus que me lleva lejos del Valle de los Ríos. Miro por la ventana los campos verdes y las casas humildes perdiéndose en la distancia y me pregunto: ¿Cuántas veces tenemos que rompernos para aprender a vivir con las cicatrices? ¿Cuántos secretos puede cargar un corazón antes de dejar de latir?