El Nombre de la Discordia: Una Familia Dividida por un Nieto

—¡No voy a ponerle ese nombre, Pablo! —gritó Camila desde la cocina, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas. El aroma del café recién hecho se mezclaba con la tensión en el aire. Yo estaba parado en el umbral, sintiendo cómo mi corazón latía con fuerza, como si quisiera salirse del pecho.

Era la tercera vez en la semana que discutíamos por lo mismo: el nombre de nuestro hijo, que estaba a punto de nacer. Mi madre, doña Teresa, insistía en que debía llamarse Sebastián, como mi papá, que había muerto hace apenas dos años. Decía que era una forma de mantenerlo vivo entre nosotros, de honrar su memoria. Pero Camila, mi esposa, no podía ni escuchar el nombre sin fruncir el ceño.

—Ese nombre es de otra época, Pablo. No quiero que nuestro hijo cargue con algo tan pesado —me decía una y otra vez, mientras acariciaba su vientre.

Yo sentía que estaba entre la espada y la pared. Por un lado, la tradición y el dolor de mi madre; por el otro, la necesidad de Camila de empezar algo nuevo, sin ataduras al pasado. A veces me preguntaba si no había cometido un error al volver a enamorarme después del divorcio con Mariana, mi primera esposa. Pero cuando veía a Camila reír o cuando sentía las pataditas del bebé en su vientre, me convencía de que merecía otra oportunidad.

Mi hermana Lucía también tenía su opinión. Una tarde, mientras tomábamos mate en el patio de la casa de mamá, me dijo:

—Pablo, vos sabés cómo es mamá. Si no le ponés Sebastián al nene, nunca te lo va a perdonar. Pero también entiendo a Camila… No es fácil vivir bajo la sombra de los muertos.

La frase me quedó retumbando en la cabeza. ¿Era eso lo que estábamos haciendo? ¿Obligando a nuestro hijo a cargar con una sombra?

Las cosas se pusieron peores cuando mi mamá vino a visitarnos con una cajita de madera en las manos. La abrió frente a nosotros y sacó una medallita de San Sebastián.

—Esto era de tu papá —dijo, mirándome con esos ojos llenos de nostalgia—. Quiero que se lo pongas al bebé cuando nazca.

Camila apretó los labios y no dijo nada. Pero esa noche, cuando nos acostamos, explotó:

—¿Por qué tu familia no puede aceptar que este hijo es nuestro? ¿Por qué tengo que sentirme como una intrusa todo el tiempo?

No supe qué responderle. Me sentí egoísta por querer complacer a todos menos a ella. Pero también sentí culpa por defraudar a mi madre, que había criado sola a Lucía y a mí después de que papá se fuera a trabajar al norte y nunca regresara hasta sus últimos años.

Los días pasaron y la tensión creció. En el barrio todos murmuraban. Algunos decían que Camila solo estaba conmigo por interés; otros aseguraban que yo era un tonto por dejarme manipular por una mujer más joven. Incluso mi mejor amigo, Javier, me preguntó en la carnicería:

—¿No te das cuenta que te está alejando de tu familia? Mirá que después no hay vuelta atrás.

Pero yo no podía elegir tan fácilmente. Amaba a Camila y también amaba a mi familia. ¿Por qué tenía que ser uno u otro?

El día del parto llegó antes de lo esperado. Fue una madrugada lluviosa en Buenos Aires. Corrimos al hospital en taxi porque mi auto se había quedado sin batería esa misma noche. Camila gritaba de dolor y yo solo podía apretarle la mano y pedirle perdón en silencio por todo lo que le había hecho pasar.

Cuando nació nuestro hijo, sentí una mezcla de alivio y miedo. Era hermoso, con los ojos grandes y oscuros como los de mi papá. La enfermera nos preguntó cómo se llamaría para anotarlo en el registro.

Miré a Camila. Ella me miró a mí. En ese instante supe que tenía que elegir.

—Se va a llamar Mateo —dije finalmente, con la voz temblorosa—. Mateo Pablo González.

Camila sonrió entre lágrimas y me abrazó fuerte. Pero cuando llamé a mi mamá para darle la noticia, hubo un silencio largo al otro lado del teléfono.

—¿Mateo? —preguntó finalmente—. ¿Y Sebastián?

—Mamá… necesitábamos empezar algo nuevo —le respondí, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

Colgó sin decir nada más.

Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. Mi mamá dejó de visitarnos y Lucía apenas me mandaba mensajes cortos preguntando por el bebé. En el barrio ya nadie me saludaba igual; algunos me miraban con lástima, otros con desprecio.

Una tarde encontré a mi mamá sentada sola en la plaza donde jugaba de chico. Me acerqué despacio y me senté a su lado.

—Perdón, mamá —le dije—. No quise lastimarte.

Ella me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Yo solo quería sentir que tu papá seguía acá —susurró—. Pero entiendo… Tal vez es hora de dejarlo ir.

Nos abrazamos largo rato bajo los árboles viejos del barrio. Sentí que algo se rompía pero también algo sanaba.

Hoy Mateo tiene seis meses y sonríe cada vez que ve a su abuela Teresa. A veces pienso en todo lo que perdimos por un nombre… pero también en lo que ganamos: la posibilidad de elegir nuestro propio camino sin olvidar de dónde venimos.

¿Vale la pena sacrificar la paz familiar por honrar una tradición? ¿O es más importante construir nuevas historias aunque duelan los recuerdos? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?