El peso de la herencia: Manzanas caídas y raíces profundas
—¿Por qué sigues aquí, mamá? —me preguntó Camila, mi hija menor, con la voz quebrada por el teléfono. El viento frío del sur de Chile me azotaba la cara mientras miraba las manzanas rojas y doradas que cubrían el suelo del huerto. El aroma dulce era casi insoportable, como si la naturaleza se burlara de mi soledad.
—Porque este es mi lugar, hija. Aquí están enterrados tus abuelos, aquí naciste tú —le respondí, aunque sabía que esas palabras ya no significaban nada para ella. Camila vive en Santiago desde hace cinco años y apenas llama una vez al mes. Mi hijo mayor, Felipe, se fue a Buenos Aires y sólo manda mensajes cortos en Navidad. Mi esposo, Ernesto, murió hace tres inviernos, llevándose consigo la mitad de mi vida y toda la alegría de esta casa.
Me arrodillé junto a un manzano viejo, el mismo que plantó mi padre cuando yo era niña. Recuerdo sus manos ásperas cubiertas de tierra, su voz grave diciéndome: “María, cuida este árbol como si fuera tu hermano”. Ahora el árbol está torcido por los años, pero sigue dando frutos. Yo también estoy torcida por los años y las ausencias, pero sigo aquí.
La cosecha de este año es la mejor que he visto en décadas. Las ramas se doblan bajo el peso de las manzanas, pero no hay nadie para recogerlas. Los vecinos han ido vendiendo sus tierras o se han marchado a la ciudad. El pueblo de Llanquihue está casi vacío; sólo quedamos los viejos y los fantasmas.
A veces pienso en vender todo e irme con Camila a Santiago. Pero cada vez que lo menciono, ella cambia de tema o me dice que allá no hay espacio para mí. “La vida es distinta aquí, mamá”, me repite. Como si yo fuera una reliquia del pasado que no encaja en su mundo moderno.
Una tarde, mientras recogía algunas manzanas para hacer mermelada —aunque nadie vendrá a comerla— escuché pasos en el camino de tierra. Era mi hermana Lucía, con su andar cansado y su mirada dura.
—¿Todavía sigues aferrada a este lugar? —me dijo sin saludar.
—¿Y tú? ¿No te cansas de venir sólo para criticarme? —le respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.
Lucía vive en Puerto Montt desde hace años, pero viene cada tanto a asegurarse de que no venda la tierra sin avisarle. Siempre fue así: controladora, desconfiada, incapaz de mostrar cariño sin esconderlo detrás de reproches.
—Mamá nunca hubiera dejado que esto se llenara de maleza —dijo señalando el huerto.
—Mamá tampoco tuvo que enterrar a su esposo sola ni ver cómo sus hijos se iban uno por uno —le contesté con voz temblorosa.
Nos quedamos en silencio largo rato. El viento movía las ramas y las manzanas caían con un golpe sordo sobre la tierra húmeda.
—¿Por qué no vendes? ¿Qué ganas con quedarte aquí sola? —insistió Lucía.
No supe qué responderle. Tal vez era orgullo, tal vez miedo al cambio o simplemente la costumbre de pertenecer a un lugar aunque duela.
Esa noche no pude dormir. Caminé por la casa oscura tocando las paredes llenas de fotos: Ernesto sonriendo con los niños pequeños, mis padres bailando cueca en una fiesta del pueblo, yo con trenzas y vestido blanco bajo el manzano florecido. ¿De qué sirve tanta memoria si nadie más la recuerda?
Al día siguiente decidí ir al cementerio. Llevé flores frescas y me senté junto a la tumba de Ernesto.
—¿Qué hago, viejo? —susurré—. ¿Me quedo aquí esperando que todo termine o me voy antes de convertirme en otro fantasma?
Sentí una brisa cálida y por un momento creí escuchar su risa. “Haz lo que te haga feliz”, parecía decirme. Pero ¿cómo encontrar felicidad entre tantas ruinas?
Esa tarde recibí una llamada inesperada. Era Felipe desde Buenos Aires.
—Mamá… ¿cómo estás? —su voz sonaba lejana pero preocupada.
—Aquí, sobreviviendo entre manzanas —intenté bromear.
—He estado pensando… Tal vez podría ir unos días a ayudarte con la cosecha —dijo tras una pausa larga.
El corazón me dio un vuelco. Hacía años que Felipe no venía al sur. Siempre decía que estaba muy ocupado o que los pasajes eran caros.
—¿De verdad vendrías? —pregunté casi sin creerlo.
—Sí… Quiero hablar contigo sobre algo importante —su tono era serio, casi triste.
Colgué el teléfono temblando. ¿Qué querría decirme? ¿Vendría solo o traería a su esposa argentina y a mis nietos que apenas conozco por fotos?
Los días siguientes pasaron lentos y ansiosos. Limpié la casa como si esperara una visita ilustre. Preparé empanadas y guardé mermelada en frascos nuevos. Cada noche soñaba con reuniones familiares que terminaban en lágrimas o abrazos interminables.
Finalmente llegó Felipe una mañana gris, con barba crecida y ojos cansados. Me abrazó fuerte, como cuando era niño y tenía miedo a las tormentas.
—Mamá… vine porque necesito pedirte perdón —me dijo apenas entramos a la cocina.
Me senté frente a él sin saber qué decir.
—Te dejé sola cuando más me necesitabas. Me fui porque sentía que este lugar me ahogaba… pero ahora entiendo lo que significa tener raíces —sus ojos se llenaron de lágrimas—. Quiero ayudarte a cuidar el huerto… aunque sea por un tiempo.
Lloramos juntos largo rato. Sentí que una parte del peso que llevaba encima se hacía más liviana.
Esa tarde salimos juntos al huerto. Felipe trepó a los árboles como cuando era niño y llenamos canastos de manzanas maduras. Por primera vez en años, reímos juntos bajo el sol tibio del sur.
Esa noche cenamos empanadas junto al fuego y hablamos hasta tarde sobre Ernesto, sobre los sueños rotos y las oportunidades perdidas. Felipe me contó que su matrimonio estaba en crisis y que pensaba quedarse más tiempo en Chile para replantear su vida.
—Tal vez este lugar no sea tan malo después de todo —dijo sonriendo tímidamente.
Sentí esperanza por primera vez en mucho tiempo. Quizás no estaba tan sola como creía; quizás las raíces no sólo atan sino también sostienen cuando todo parece derrumbarse.
Ahora escribo estas líneas mientras escucho a Felipe podar los árboles afuera. El huerto ya no parece tan triste ni tan vacío. Sé que Camila aún está lejos y Lucía sigue siendo difícil, pero algo ha cambiado dentro de mí.
¿Será posible sanar viejas heridas y empezar de nuevo aunque todo parezca perdido? ¿Cuántos frutos más caerán antes de que aprendamos a recoger lo verdaderamente importante?