El precio de un hijo: una historia de abandono y redención en Lima
—Si quieres, llévatela. No me importa. Pero dame plata a cambio —escuché la voz de mi madre, Violeta, retumbando en la sala oscura de nuestra casa en Villa El Salvador, Lima. Yo tenía apenas nueve años y estaba sentada en el suelo, abrazando mis rodillas, mientras la vecina, doña Carmen, miraba a mi madre con una mezcla de lástima y rabia.
—¿Cómo vas a decir eso, Violeta? ¡Es tu hija! —le gritó doña Carmen.
Mi madre ni siquiera me miró. Tenía los ojos rojos, la piel pegada a los huesos y el cabello desordenado. Desde que papá se fue con otra mujer, ella se había convertido en una sombra: dormía todo el día y salía por las noches, regresando con olor a alcohol y cigarro barato. Yo era invisible para ella.
—No puedo con esta chiquita —dijo mi madre—. No tengo plata ni para comer. Si tú quieres quedártela, hazlo. Pero no gratis.
Doña Carmen se acercó y me abrazó fuerte. Yo sentí su perfume a jabón y cebolla, y por un momento imaginé que era mi mamá de verdad. Pero ella no podía llevarme; tenía cinco hijos y apenas le alcanzaba para alimentar a todos.
Esa noche dormí en el colchón duro del suelo, escuchando los gritos de mi madre peleando con su nueva pareja, un hombre que nunca aprendí a llamar «tío». Me tapé los oídos y apreté los ojos, deseando desaparecer.
Los días pasaron y el rumor corrió por el barrio: «Violeta quiere vender a su hija». En la escuela, las otras niñas me miraban raro. Algunas se burlaban:
—Oye, Ksenia, ¿cuánto cuestas? ¿Te vendieron ya?
Ksenia. Así me llamo. Mi papá era peruano, pero mi mamá insistió en ponerme ese nombre porque decía que sonaba «importante». Pero en el barrio solo servía para que se rieran de mí.
Mi cara alargada y mis ojos grandes tampoco ayudaban. Decían que parecía un sapo. Pero yo tenía algo que nadie más: mi cabello oscuro, grueso y rizado, que cuando lo amarraba atrás formaba una melena salvaje. Era lo único que me gustaba de mí misma.
Un día, mientras barría la vereda, escuché a mi madre hablando con un hombre desconocido:
—Te la llevas y me das lo que puedas —decía ella.
El hombre me miró de arriba abajo y sonrió con los dientes amarillos.
—¿Y si no me sirve? —preguntó.
—Entonces la devuelves —respondió mi madre, como si yo fuera una olla vieja.
Corrí a casa de doña Carmen llorando. Ella me sentó en su cocina y me dio un poco de arroz con huevo.
—No llores, hijita —me dijo—. Tú vales mucho más que todo el dinero del mundo.
Pero yo no le creía. Si mi propia madre no me quería, ¿quién lo haría?
A los doce años ya había aprendido a sobrevivir sola. Vendía caramelos en los micros y limpiaba casas por unas monedas. Mi madre apenas me hablaba; solo entraba a mi cuarto para pedirme plata o gritarme por cualquier cosa.
Una tarde, llegué a casa y la encontré tirada en el suelo, rodeada de botellas vacías. Su pareja la había dejado y ella lloraba como una niña pequeña.
—¿Por qué nadie me quiere? —sollozaba.
Me senté a su lado y por primera vez sentí compasión por ella. Le acaricié el cabello y le dije:
—Yo sí te quiero, mamá.
Ella me empujó y gritó:
—¡Mentira! ¡Tú eres igual que tu padre! ¡Todos me abandonan!
Esa noche decidí irme de casa. Caminé hasta la avenida Pachacútec y tomé un micro al centro de Lima. Dormí en la calle varias noches hasta que una señora llamada Rosa me encontró y me llevó a su casa en San Juan de Lurigancho.
Rosa era viuda y tenía dos hijos adolescentes. Me dio un colchón en el suelo y trabajo limpiando su casa. No era fácil; sus hijos me miraban con desconfianza y a veces se burlaban de mi acento del barrio sur.
Pero Rosa era diferente. Me enseñó a cocinar arroz chaufa y a leer novelas baratas que compraba en el mercado. Me decía:
—Ksenia, tú puedes ser lo que quieras en esta vida. No eres lo que tu madre dice.
Con el tiempo, empecé a estudiar por las noches en un colegio alternativo para jóvenes trabajadores. Me hice amiga de Lucía, una chica venezolana que también había escapado de su casa por problemas familiares. Juntas soñábamos con tener una vida mejor.
Un día recibí una llamada inesperada:
—Ksenia, soy doña Carmen. Tu mamá está muy enferma. Pregunta por ti.
Sentí una mezcla de miedo y rabia. ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tantos años?
Fui al hospital María Auxiliadora y la encontré pálida, con los ojos hundidos pero aún orgullosa.
—¿Vienes a verme porque crees que voy a morirme? —me preguntó con voz ronca.
No supe qué decirle. Solo la miré en silencio.
—No quiero tu lástima —dijo—. Solo quería saber si todavía existías.
Me quedé junto a ella toda la noche. Le conté sobre mi vida con Rosa, sobre mis estudios y mis sueños de ser enfermera algún día.
Antes de morir, mi madre me tomó la mano y susurró:
—Perdóname… No supe quererte.
Lloré como nunca antes. Sentí que una parte de mí se liberaba del peso del abandono.
Hoy tengo veintiséis años y trabajo como técnica en enfermería en un hospital público de Lima. Ayudo a madres jóvenes que llegan solas, asustadas, muchas veces rechazadas por sus propias familias. Cuando veo sus ojos llenos de miedo, recuerdo a la niña que fui: invisible, rechazada pero fuerte.
A veces me pregunto: ¿cuántos niños como yo siguen esperando que alguien los vea? ¿Cuántas madres repiten el ciclo del abandono porque nunca aprendieron a amar?
¿Y ustedes? ¿Qué harían si tuvieran que elegir entre perdonar o seguir cargando el dolor?