El Regreso de Tomás a la Loma de los Olvidados

—¿Por qué volviste, Tomás? —La voz de mi hermano Julián me recibió antes que cualquier abrazo, apenas crucé el umbral de la casa vieja, esa que huele a humedad y a recuerdos podridos.

No supe qué responderle. Afuera, la lluvia caía fina sobre las tejas rotas y el barro del patio se pegaba a mis botas. Habían pasado veinte años desde que me fui de la Loma de los Olvidados, ese pueblo perdido entre las sierras de Córdoba, donde el viento parece arrastrar más secretos que hojas secas.

—Mamá está mal —dijo Julián, sin mirarme—. No sé si te va a reconocer.

Sentí un nudo en la garganta. La última vez que vi a mi madre fue la noche en que discutimos por mi partida. Ella lloraba, yo gritaba. Me fui sin mirar atrás, convencido de que nunca volvería. Pero aquí estaba, con una mochila vieja al hombro y la chaqueta de cuero que aún olía a tabaco y sal.

Entré al cuarto. Mamá dormía, pequeña y frágil entre las sábanas descoloridas. Su respiración era un susurro. Me senté a su lado y le tomé la mano. Estaba fría, como si ya no perteneciera del todo a este mundo.

—¿Te acordás cuando me llevabas al río? —le susurré—. Decías que el agua se llevaba las penas…

No respondió. Solo apretó mi mano con una fuerza inesperada. Sentí las lágrimas quemándome los ojos.

Julián apareció en la puerta, con el ceño fruncido.

—No vengas ahora a hacerte el hijo bueno —escupió—. Vos te fuiste cuando más te necesitábamos.

—No sabés nada —le respondí, la voz temblorosa—. Yo también sufrí allá afuera.

—¿Y creés que eso nos importa? —replicó—. Mamá se quedó sola. Yo tuve que dejar la escuela para cuidar el campo…

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Afuera, los perros ladraban y el viento golpeaba las ventanas.

Esa noche no pude dormir. Me quedé sentado en la cocina, mirando cómo el agua goteaba del techo en un balde oxidado. Pensé en todo lo que había dejado atrás: los amigos, los amores, los sueños rotos. Pensé en mi padre, muerto en un accidente de tractor cuando yo era apenas un adolescente. Pensé en la promesa que le hice a mamá de no abandonar nunca la familia… y cómo la rompí sin mirar atrás.

Al día siguiente salí a caminar por el pueblo. Todo parecía igual y distinto al mismo tiempo: las casas bajas, la plaza con su fuente seca, la iglesia donde alguna vez fui monaguillo. Me crucé con Doña Rosa, la vecina chismosa de siempre.

—¡Tomás! ¡Mirá quién volvió! —gritó desde su puerta—. ¿Venís por la herencia o por remordimiento?

Sentí las miradas clavándose en mi espalda mientras seguía caminando. Nadie olvida en un pueblo chico.

En el almacén me encontré con Lucía, mi primer amor. Tenía el cabello más corto y los ojos cansados.

—Pensé que nunca ibas a volver —me dijo, sin sonreír.

—Yo también lo pensé —admití.

—¿Y ahora qué? —preguntó—. ¿Te vas a quedar?

No supe qué responderle. El peso del pasado era demasiado grande.

Esa tarde Julián y yo discutimos otra vez. Él quería vender el campo para pagar las deudas del hospital; yo quería intentar salvarlo, aunque no sabía ni por dónde empezar.

—Siempre fuiste un soñador inútil —me gritó—. Acá las cosas se hacen con las manos, no con palabras bonitas.

La rabia me hizo temblar.

—¡Por lo menos yo no me resigné a morirme acá! —le grité de vuelta—. ¡Vos nunca tuviste el coraje de irte!

Julián me empujó contra la pared. Por un momento pensé que iba a golpearme, pero solo me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Sabés lo que es ver a mamá apagarse todos los días? ¿Sabés lo que es enterrar los sueños porque no hay plata ni para comer?

No supe qué decirle. Me sentí más solo que nunca.

Esa noche me senté junto a mamá otra vez. Le hablé de Buenos Aires, de los trabajos mal pagados, de las noches durmiendo en pensiones baratas, del miedo constante a fracasar. Le pedí perdón por haberme ido, por no haber llamado más seguido, por todo lo que no supe ser.

Al tercer día mamá despertó por un momento y me miró a los ojos.

—Tomás…

Su voz era apenas un susurro.

—Acá estoy, má —le dije, apretando su mano.

—No te vayas otra vez…

Las lágrimas me corrieron por la cara mientras le prometía quedarme hasta el final.

Poco después mamá murió. El pueblo entero vino al velorio; algunos para consolar, otros solo para mirar y murmurar detrás de las manos. Julián y yo nos abrazamos entre sollozos; por primera vez en años sentí que éramos hermanos de verdad.

Después del entierro nos sentamos bajo el viejo algarrobo del patio.

—¿Y ahora qué? —preguntó Julián, mirando el horizonte gris.

No tenía respuestas. Solo sabía que algo había cambiado dentro mío: el rencor se había transformado en una tristeza dulce y pesada, como la lluvia sobre la tierra seca.

A veces pienso que uno nunca deja de ser hijo del lugar donde nació, aunque huya mil veces. ¿Será posible sanar las heridas del pasado? ¿O estamos condenados a repetir siempre los mismos errores?