El remedio para la tristeza: La historia de Ludmila y Wenceslao

—¿Y ahora qué vamos a hacer, Ludmila? —me preguntó Wenceslao, con la voz quebrada y los ojos llenos de miedo. El test de embarazo temblaba entre mis manos sudorosas. Afuera, la lluvia golpeaba el ventanal del pequeño cuarto del departamento que compartíamos cerca de la universidad en Córdoba. Sentí que el mundo se me venía encima, que todos los planes que habíamos hecho juntos —graduarnos, viajar, buscar trabajo— se desmoronaban como un castillo de naipes.

No supe qué responderle. Solo atiné a abrazarme las rodillas y mirar al suelo, como si allí pudiera encontrar una salida. Tenía veintidós años, una beca que apenas alcanzaba para sobrevivir y una familia en Salta que siempre había esperado lo mejor de mí. Wenceslao, por su parte, era el orgullo de su mamá: el primer universitario de la familia, el que iba a cambiarles la vida. ¿Cómo les íbamos a decir que todo se había complicado?

—No sé, Wence… No sé —susurré, sintiendo las lágrimas arder en mis mejillas.

Él se sentó a mi lado y me tomó la mano. Su palma estaba fría, temblorosa. —Vamos a salir adelante, Ludmi. Te lo prometo. Pero… ¿y si no podemos con esto? ¿Y si no estamos listos?

Esa noche no dormimos. Hablamos hasta el amanecer, repasando todas las opciones: seguir adelante con el embarazo, buscar ayuda, incluso —aunque nos dolía pensarlo— interrumpirlo. Pero en mi corazón ya sabía la respuesta. No podía hacerlo. No podía renunciar a esa vida que crecía dentro de mí.

Al día siguiente llamé a mi mamá. Su silencio al otro lado del teléfono fue más elocuente que cualquier grito.

—¿Cómo pudiste ser tan irresponsable, Ludmila? —me dijo finalmente—. ¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Vas a dejar la carrera? ¿Vas a volver a Salta con la cabeza gacha?

Sentí una mezcla de rabia y vergüenza. No quería decepcionarla, pero tampoco podía negar lo que estaba pasando.

—No sé todavía, má… Pero voy a seguir adelante. Con o sin tu apoyo.

Colgó sin despedirse.

Wenceslao tuvo una conversación parecida con su mamá, doña Rosa. Ella lloró, le rogó que no arruinara su futuro, que pensara en todo lo que habían sacrificado para que él estudiara. Él solo pudo prometerle que haría todo lo posible por terminar la carrera.

Los meses siguientes fueron un infierno y un milagro al mismo tiempo. El cuerpo me cambiaba día a día; los antojos, las náuseas y el cansancio me hacían sentir ajena a mí misma. Pero cada vez que Wence me miraba con ternura o me acariciaba la panza, sentía que tal vez podíamos con esto.

La universidad se volvió un campo minado de miradas y rumores. Algunas compañeras me evitaban; otras me ofrecían ayuda en silencio, dejándome apuntes o preguntando si necesitaba algo. Los profesores fueron un reflejo de la sociedad: unos comprensivos, otros crueles.

—Señorita Quiroga —me dijo el profesor Martínez un día—, ¿cree usted que podrá rendir el final en su estado? No quisiera que su situación personal afecte el rendimiento del grupo.

Apreté los dientes y respondí con la dignidad que me quedaba:

—Voy a rendirlo como todos los demás, profesor.

Wence buscó trabajo en un bar para ayudarnos con los gastos. A veces llegaba tarde y exhausto, pero nunca dejó de estudiar ni de acompañarme a los controles médicos. Yo también trabajé unas horas limpiando casas; no era lo que había soñado para mi vida universitaria, pero era lo que tocaba.

La relación con nuestras familias seguía tensa. Mi mamá apenas me llamaba; doña Rosa solo preguntaba por Wence y evitaba hablar del bebé. A veces sentía que estábamos solos contra el mundo.

Una tarde de invierno, cuando ya tenía siete meses de embarazo, recibí una carta de mi papá. No era hombre de muchas palabras ni gestos afectuosos, pero esa hoja escrita con letra temblorosa me hizo llorar como nunca:

“Ludmila: No sé si hice bien o mal como padre. Solo quiero que sepas que te quiero y que acá estamos si necesitás algo. No te rindas.”

Ese día sentí una chispa de esperanza.

El parto fue prematuro y complicado. Recuerdo los gritos en la sala de partos del hospital público, las manos apuradas de las enfermeras y la cara pálida de Wence al verme sufrir.

—¡Aguantá, Ludmi! ¡Ya casi está! —me decía apretando mi mano.

Cuando escuché el llanto de mi hija —sí, era una nena— sentí que todo valía la pena. La llamamos Milagros porque eso era para nosotros: un milagro en medio del caos.

Los primeros meses fueron duros. Milagros lloraba mucho; yo apenas dormía y Wence trabajaba más horas para pagar el alquiler. A veces discutíamos por tonterías: quién cambiaba los pañales, quién lavaba los platos o quién podía estudiar un rato sin interrupciones.

Una noche exploté:

—¡No puedo más! ¡Esto no era lo que quería para mi vida!

Wence se quedó callado un rato y luego me abrazó fuerte.

—Yo tampoco… Pero te juro que no cambiaría nada si eso significa perderte a vos o a nuestra hija.

Poco a poco aprendimos a ser padres jóvenes en un mundo que no perdona los errores. Aprendimos a pedir ayuda sin vergüenza: una vecina nos cuidaba a Milagros cuando teníamos exámenes; una tía nos mandaba comida desde Salta; hasta doña Rosa empezó a visitarnos más seguido y a traerle ropita tejida a su nieta.

Terminé la carrera un año después de lo planeado. Wence también se recibió y consiguió trabajo en una empresa local. No fue fácil ni rápido; hubo días en los que pensé en rendirme mil veces. Pero cada vez que veía sonreír a Milagros o sentía la mano de Wence en mi espalda, recordaba por qué seguía luchando.

Hoy miro atrás y veo todo lo que perdimos: amigos, tiempo libre, sueños postergados… Pero también veo lo que ganamos: una familia forjada en el dolor y la esperanza.

A veces me pregunto si alguna vez podré perdonarme por haber decepcionado a quienes más quería… ¿O será que la vida siempre nos pide elegir entre nuestros sueños y nuestros amores? ¿Ustedes qué piensan?