El Secreto de la Olla de Mamá Lucha
—¿Por qué tu abuela nos regaló esta olla tan fea, Santiago? —preguntó Camila, mi esposa, mientras apartaba con cuidado el papel arrugado que la envolvía.
Yo me encogí de hombros, fingiendo indiferencia, pero en el fondo sentí una punzada de nostalgia. Esa olla de presión, abollada y con el mango medio roto, había sido testigo de tantas comidas en la casa de mi infancia en Iztapalapa. La abuela Lucha siempre decía que en esa olla se cocinaban los mejores frijoles del barrio. Pero ahora, en nuestro pequeño departamento en la Narvarte, la olla parecía fuera de lugar entre los electrodomésticos nuevos y relucientes que nos habían regalado.
—Tal vez es una indirecta para que aprenda a cocinar —bromeé, tratando de aligerar el ambiente.
Camila soltó una carcajada, pero al darle la vuelta a la olla notó algo extraño. Había un papel doblado y amarillento metido en el fondo, apenas visible bajo la tapa. Lo sacó con cuidado y me lo entregó.
—¿Y esto? —preguntó, con las cejas arqueadas.
El corazón me latía fuerte. Reconocí la letra temblorosa de mi abuela al instante. Abrí la carta y comencé a leer en voz alta:
«Santiaguito,
Si estás leyendo esto es porque ya eres un hombre casado. Quiero que sepas que esta olla no es solo para cocinar. Aquí guardo un secreto que tu madre nunca quiso contarte…»
Me detuve. Camila me miraba expectante. Sentí un nudo en la garganta. Seguí leyendo:
«…Cuando tu padre se fue, tu madre no estaba sola. Yo la ayudé a salir adelante, pero hubo algo más: el dinero con el que pagamos tu primaria y secundaria salió de aquí, de esta olla. No era solo para frijoles; era nuestro cochinito secreto. Pero hay algo más: tu padre volvió una noche, cuando tú tenías cinco años. No quiso quedarse, pero dejó una carta para ti. Yo la guardé aquí, esperando el momento adecuado. Ahora es tuyo el derecho de saber la verdad. Te quiero mucho, hijo. Mamá Lucha.»
Sentí que el piso se me movía. Mi padre… ¿había vuelto? ¿Había querido decirme algo? Miré a Camila, que me apretó la mano.
—¿Buscamos la carta? —susurró.
Con manos temblorosas, revisé el fondo falso de la olla y encontré un sobre pequeño, sellado con cinta vieja. Lo abrí con cuidado y leí las palabras que mi padre me había dejado hacía más de veinte años:
«Santiago,
No supe ser padre ni esposo. Me fui porque tenía miedo y porque no sabía cómo enfrentar mis errores. Pero nunca dejé de pensar en ti. Ojalá algún día puedas perdonarme. Si decides buscarme, pregunta por mí en Tepito; ahí sigo vendiendo relojes como siempre. Te quiero, hijo.
—Javier»
Las lágrimas me nublaron la vista. Camila me abrazó fuerte y por un momento sentí que todo el resentimiento acumulado durante años se desmoronaba dentro de mí.
—¿Vas a buscarlo? —preguntó ella suavemente.
No supe qué responderle. Mi madre siempre me había dicho que mi padre era un cobarde, un hombre sin remedio. Pero ahora tenía otra versión: un hombre asustado, arrepentido… ¿merecía una segunda oportunidad?
Esa noche no dormí. Me quedé mirando la olla sobre la mesa, pensando en todas las veces que mi abuela me sirvió sopa caliente mientras mi madre trabajaba doble turno para pagar las cuentas. Pensé en las veces que pregunté por mi papá y recibí solo silencios o evasivas.
Al día siguiente fui a ver a mi madre. Entré a su casa sin avisar; ella estaba viendo su telenovela favorita.
—¿Por qué nunca me dijiste nada? —le solté sin rodeos.
Ella me miró sorprendida, luego bajó la mirada.
—¿La olla? —susurró.
Asentí.
—No quería que sufrieras más —dijo ella, con voz quebrada—. Tu padre… yo lo odié mucho tiempo por lo que nos hizo. Pero tu abuela siempre decía que todos merecen otra oportunidad.
Me senté junto a ella y lloramos juntos por primera vez desde que era niño.
Esa misma tarde fui a Tepito. Caminé entre los puestos llenos de relojes falsos y perfumes pirata hasta que lo vi: un hombre canoso, con los ojos hundidos pero vivos, vendiendo relojes baratos sobre una manta azul.
Me acerqué despacio.
—¿Javier? —pregunté con voz temblorosa.
Él levantó la vista y sus ojos se llenaron de lágrimas al reconocerme.
—Santiago…
No sé cuánto tiempo estuvimos ahí, hablando entre sollozos y silencios incómodos. Me contó su versión; yo le conté la mía. No hubo reproches, solo el deseo de entendernos y quizás empezar de nuevo.
Volví a casa esa noche sintiéndome más ligero. Camila me esperaba con la olla sobre la estufa y dos platos servidos.
—¿Y ahora? —me preguntó mientras cenábamos.
La miré y sonreí por primera vez en mucho tiempo.
—Ahora entiendo que las familias no son perfectas, pero siempre hay espacio para el perdón… aunque cueste trabajo abrir esa olla llena de recuerdos.
¿Ustedes qué harían si descubrieran un secreto así después de tantos años? ¿Buscarían a ese familiar perdido o dejarían el pasado enterrado?