El Secreto de Mamá: Una Vida Prestada por Amor
—¡Mamá, corre! —gritó Isabella mientras las sirenas de la policía retumbaban en la calle de tierra, mezclándose con los ladridos de los perros y el bullicio del barrio. Yo, con el corazón en la garganta y el sudor pegado a la frente, la tomé de la mano y corrimos entre los pasillos angostos de la colonia El Rosario, en las afueras de Tegucigalpa.
No era la primera vez que huíamos. Pero esta vez, sentí el peso de los años y del secreto que me había tragado la vida entera. Porque yo no era quien todos creían: ni Don Nicolás, el albañil callado y fuerte, ni el vecino que ayudaba a cargar sacos de cemento o arreglar techos cuando llovía. Yo era Nicole, una mujer que había dejado de serlo ante los ojos del mundo para salvar a su hija.
Todo empezó una noche de 1987, cuando Isabella tenía apenas seis meses y su padre, un hombre violento y borracho, nos echó a la calle después de una golpiza. Recuerdo el frío en los huesos y el miedo en el pecho mientras caminaba con mi bebé envuelta en una manta vieja. En Honduras, una mujer sola con una hija no tenía muchas oportunidades; menos aún si no tenía estudios ni familia que la apoyara. Dormimos dos noches bajo un puente hasta que encontré refugio en la casa de Doña Rosa, una señora que me dio trabajo limpiando casas.
Pero la vida no tardó en mostrarme su peor cara. Un día, mientras barría el patio, escuché a dos hombres hablar sobre cómo las mujeres solas eran presa fácil para las pandillas. «A esas se las lleva la Mara y las desaparecen», decían. Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. No podía permitir que Isabella creciera en ese peligro. Fue entonces cuando Doña Rosa me sugirió algo impensable: «Nicole, ¿por qué no te haces pasar por hombre? Aquí los hombres tienen más respeto… y trabajo».
Al principio me reí. Pero esa noche, mientras veía a Isabella dormir, pensé en todo lo que podría perder si no hacía algo radical. Al día siguiente corté mi cabello, me vendé el pecho y busqué ropa vieja de hombre entre las donaciones de la iglesia. Me miré al espejo y ya no vi a Nicole: vi a Nicolás.
Con mi nueva identidad conseguí trabajo en una construcción. Nadie preguntó mucho; en esos tiempos, lo importante era tener fuerza y callar. Aprendí a hablar poco, a caminar con paso firme y a mirar a los ojos solo lo necesario. Isabella creció llamándome «papá» frente a los demás y «mamá» cuando estábamos solas en casa. Era nuestro secreto.
Los años pasaron entre jornadas agotadoras bajo el sol y noches en vela preocupada por el futuro. Isabella era mi motor. Cuando cumplió diez años, le expliqué por primera vez por qué vivíamos así:
—¿Por qué no puedo decirle a mis amigas que eres mi mamá?
—Porque aquí ser mujer sola es peligroso, hija. Si supieran la verdad, podríamos perderlo todo.
—¿Y tú eres feliz siendo así?
—Soy feliz si tú estás bien.
La adolescencia de Isabella fue una tormenta. Se enamoró de un muchacho del barrio, hijo de un pandillero. Yo temblaba cada vez que salía de casa. Un día llegó llorando porque él le había dicho que su «papá» era raro, que nunca lo veía con mujeres ni tomando cerveza con los otros hombres.
—¿Por qué no puedes ser como los demás papás?
—Porque yo no soy como los demás papás —le respondí con voz temblorosa.
Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Me pregunté si le estaba robando algo esencial: la posibilidad de tener una familia normal, de sentirse orgullosa de quien era su madre.
Pero cada vez que pensaba en rendirme, recordaba las historias de las vecinas: mujeres desaparecidas, niñas embarazadas por hombres mayores, familias destrozadas por la violencia o la pobreza. Yo no podía permitir eso para Isabella.
Cuando cumplió dieciocho años, Isabella consiguió una beca para estudiar enfermería en San Pedro Sula. Fue el día más feliz y más triste de mi vida. La acompañé a la terminal de buses vestida como Nicolás, pero antes de que subiera al bus le tomé la mano:
—Hija, quiero que sepas que todo esto lo hice por ti. Si algún día quieres contarle al mundo quién soy realmente… te entiendo.
Ella me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Para mí siempre serás mi mamá valiente.
Los años siguientes fueron solitarios. Seguí trabajando como Nicolás porque ya no sabía ser otra cosa. A veces sentía que Nicole se había ido para siempre; otras veces soñaba con volver a usar vestidos y pintarme los labios como cuando era joven.
Un día Isabella regresó convertida en una mujer hecha y derecha. Traía consigo a su novio —un joven amable— y una noticia inesperada: iba a ser abuela.
—Mamá —me dijo frente a él—, quiero que seas tú misma en mi boda. Quiero presentarte como mi madre.
Sentí miedo, vergüenza y orgullo al mismo tiempo. ¿Qué dirían los vecinos? ¿Me rechazarían? ¿Me denunciarían? Pero al ver los ojos llenos de amor de mi hija, supe que había llegado el momento de dejar atrás el disfraz.
La boda fue sencilla pero hermosa. Por primera vez en más de treinta años usé un vestido azul cielo y me presenté como Nicole ante todos. Algunos se sorprendieron; otros murmuraron; pero muchos me abrazaron y me dijeron: «Usted es una madre valiente».
Hoy cuido a mi nieta mientras Isabella trabaja en el hospital. A veces me siento extraña en mi propia piel; otras veces siento una paz profunda por haber sobrevivido tanto tiempo siendo otra persona para proteger lo más sagrado: mi hija.
A veces me pregunto si valió la pena sacrificar tanto por amor. ¿Cuántas madres han tenido que renunciar a sí mismas para salvar a sus hijos? ¿Y cuántas veces nos juzgan sin saber todo lo que hemos callado?
¿Tú qué habrías hecho en mi lugar?